CASTA NAVARRA
En los montes de Vizcaia y en las faldas de los Pirineos,
subsisten en libertad 400 cabezas de la raza más antigua europea. El
Betizu, o “vaca arisca”, es el descendiente directo del uro, y como tal
un vestigio del neolítico. De su seleccion surgio la casta navarra.
De la casta navarra surgieron a su vez en la Edad Media los
primeros juegos taurinos, y de aquellos las bases del toreo acrobático
de los matatoros vasco-navarros que popularizó Goya. Desde el siglo XIV
fueron los primeros profesionales de a pié, tres siglos antes de que
surgieran los de Sevilla y Ronda.
Seguir la huella de la casta Navarra y de sus matatoros,
permite entender la riqueza de un arte que, antes de pulirse en
Andalucía, existió cuatro siglos en el País Vasco, en su forma más
ancestral. Una realidad histórica inapelable que, sin embargo, los
ideólogos separatistas prefieren ocultar.
LA OTRA CUNA DEL TOREO
Cuna de la casta Navarra, tan importante durante los siglos
XVIII y XIX, cuna también del toreo a pie gracias a sus toreadores
ventureros y matatoros, y cuna, por supuesto, de una de las mejores
aficiones del mundo, el País Vasco y Navarra dan para mucho más que un
solo opus. Por ello, habrá que regresar a las tierras de las Bardenas y
la Rivera del Ebro. No obstante, para empezar, era necesario, a través
del presente trabajo, contar la evolución que ha experimentado la Fiesta
en estos territorios con el fin de entender su idiosincrasia. La
afición vasca no se parece a la de la marisma, la de Extremadura o la de
Ciudad Rodrigo. Quizá guarda más parecido con la francesa, y también
esto se explica aquí. No olvidemos que Vascones y Gascones formaron
parte de un mismo pueblo, unido en un único reino, y que ambas regiones
pertenecieron a la cultura franco-cantábrica. De este pasado lejano,
algo queda, incluso si el tiempo y una frontera administrativa las
separó, a pesar de la polémica.
Cuando cayó el Imperio Romano y fueron derrumbados los 200
coliseos donde los taurarii combatían para complacer a la plebe, el toro
volvió a su destino primigenio como presa en las dehesas. En toda la
Península, los campesinos cazaban a aquellos astados que no conseguían
domesticar. También eran perseguidos por los caballeros. No en vano,
desde el siglo X, a medida que la Reconquista ganaba terreno, esta “caza
caballeresca” se apoderó de los territorios nuevamente cristianizados.
Desde el campo, el toro entró de forma oficial en las ciudades para
participar en los torneos que festejaban grandes acontecimientos
políticos o religiosos. No obstante, también entró de un modo más
fortuito y frecuente, cuando había que conducirlo al matadero para
abastecer a la población de carne. Bautizos y bodas reales, además de la
celebración de algunos Santos, constituían una ocasión idílica para que
la nobleza luciera su valor y destreza, alanceando al toro en plaza
cerrada. Aunque la Iglesia no simpatizaba con esta clase de
divertimientos a causa de los desórdenes que ocasionaban en el pueblo,
no pudo más que acatar. Sin embargo, no aceptó los altercados que se
producían cuando los toros eran llevados al matadero, ocasión que el
pueblo aprovechaba para soltar algunos astados y jugar con ellos por las
calles. Desde el siglo XI, la fiesta taurina se dividió en dos: la de
la nobleza, autorizada y alabada; y la del populacho, que se intentó
limitar. La lanzada a caballo, ejecutada por un caballero, simbolizaba
el valor de la clase alta y su pundonor, mientras que la del populacho,
que agredía al toro a palazos, garrochazos o cuchillazos, desembocaba en
escenas de desorden que no podían consentirse. Ver al animal
acribillado de forma traicionera era lo de menos. Lo que escondía este
espectáculo -y de ahí su peligro- era que cualquiera podía sentirse
autorizado a saltarse las reglas, alzándose por encima de su condición
humilde gracias a esta gloria efímera que el coraje le brindaba.