Por Joan Ripollès Iranzo
O César o nada . Toros en el Vaticano
Mil cuatrocientos noventa y dos fue un año clave para el devenir histórico de las potencias ibéricas. En enero se ganaba Granada y, en octubre, Colón alcanzaba las costas antillanas, abriendo, sin saberlo, las puertas de Europa al Nuevo Mundo. Entre estos dos graves acontecimientos, el 16 de agosto, era nombrado sumo pontífice Rodrigo de Borja (o Borgia) que, con el nombre de Alejandro VI, emitiría, en diciembre de 1496, la bula que otorgaba a Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla el titulo de Reyes Católicos.
Para celebrar su controvertida elección en el cónclave vaticano, el nuevo papa no escatimó faustos y galanuras. Las calles de Roma se llenaron con la figura del toro y los colores rojo y amarillo del emblema de los Borgia. Meses antes, cuando Rodrigo era todavía cardenal diácono, ya se había festejado la reconquista cristiana de la Península con un gran espectáculo taurino en el que participó su hijo César, quien, en 1500, se encargará de organizar, en la trasera de la plaza de San Pedro, festejos taurinos que dejarán honda huella en la memoria, e inspirarán a lidiadores contemporáneos, como Luis Miguel Dominguín, el deseo de igualar tamañas glorias en alguna corrida romana irrealizable.
La fuerza y valía del joven César —sumaba entonces veinticinco años— permanecerán por siempre ligadas a estas hazañas. El historiador alemán Ludwig von Pastor escribirá a finales del diecinueve, en el tercer volumen de su Historia de los Papas desde fines de la Edad Media que «fue un auténtico caudillo, maestro en todas las lides caballerescas y en los combates de toros, donde vencía a los espadas más valientes: de un solo tajo rebanaba la cabeza de un toro robusto».1
En marzo de 1500, César celebra su nombramiento como vicario de la Romaña exhibiéndose en lucha con las reses y, en junio, lleva a cabo su actuación más señalada. Junto a la basílica de San Pedro, se enfrenta y mata a varias bestias, logro que Mario Puzo recoge y magnifica en una novela póstuma:
El hijo del papa entró en el recinto montado en un majestuoso corcel blanco y, con una lanza como única arma, se enfrentó a los toros uno a uno. Los cinco primeros no tardaron en morir atravesados por la lanza de César. El sexto toro era un poderoso animal del color del ébano, más rápido y musculoso que los cinco anteriores. César cambió la lanza por una poderosa espada de doble filo y, reuniendo todas sus fuerzas, separó la cabeza astada del cuerpo del toro de un solo golpe.
La imaginación de Alejandro Jodorowsky, unida al talento del dibujante Milo Manara, llevó esta efeméride al fabuloso terreno de la historieta para adultos en su tetralogía Los Borgia, publicada entre 2004 y 2010. Allí el combate tenía lugar en el mismísimo Coliseo romano, donde César aparece a caballo, vestido de cardenal, para enfrentarse a una res formidable. Alejandro VI advierte al populacho asistente que César representa la Iglesia y el toro el mal que debe ser conjurado y vencido. César triunfa, ensartando el animal con su lanza, anticipando oscuramente la muerte real y atroz que le llegará con apenas treinta y dos años cumplidos, tras ser emboscado por un escuadrón de caballeros en tierras navarras. Atravesado por picas, espadas y puñales, mutilado, despojado de coraza y vestimenta, su cuerpo maltrecho de antemano por la sífilis no será hallado hasta la noche del día siguiente. Con Alejandro VI ya difunto, el duque Valentino masacrado y la joven Lucrecia en el ostracismo, el toro rojizo del emblema de los Borgia había recibido la última puntilla, aunque su leyenda le muestre aún hoy bravo y embistiendo.
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