Como se queda el
personal de una peña flamenca al bajar
el cierre, huérfana de turistas extraviados pero sobrada de ganas de zambra y
guasa, como arrimando el hombro para estirar un poquito más la jarana, así nos
quedamos los aficionados cuando alboreaba Septiembre, los cuatro (o 4.000, que
yo los he contado todos estos Domingos que sí han sido fiesta de guardar) que
nos hemos juntado en Las Ventas a la llamada de esos encastes que dicen minoritarios,
es decir, a ver toros, porque todavía nadie ha patentado el decir “voy a los
toreros”. No, se va a los toros, que aunque sigamos pecando de malos
aficionados es a lo que vamos, a ver un toro y, como decía Corrochano, ya aparecerá
por allí un hombre, un caballo o lo que sea, pero lo primero es el toro.
Y a eso hemos ido, a hacer tertulia con los otros 3.999 sin
tener que de reojo fijarnos en si alguien nos miraba así o asao, sin tener que
abjurar de lo que verdaderamente dignifica la Fiesta, que es un oponente que
esté a la altura del torero, porque lo que sí se da por seguro, y ya se han
encargado de repetirnos hasta la saciedad ellos mismos, es que todos los
matadores se juegan la vida (yo, personalmente, eso ya doy por hecho que viene
de serie, se llamen como se llamen) lo
que no es tan demostrable es la capacidad de generar pelea y acometida de lo
que sale por chiqueros.
Y estos domingos que
hemos salido del bantustán para ir a la plaza, en el que nos hemos mirado a los
ojos sin cargos de conciencia ni lastres que pesasen, es ahí cuando te das
cuenta, de nuevo, de que sí que hay señores que crían sus animalitos pensando
que sus ganaderías se perpetuarían si los toreros quisieran matar alguna de sus
corridas, aunque sólo sea el 50%, como hacen con esa otra impostada manera que
tienen de defender todo esto que es el tocomocho de regalar entradas a los jóvenes,
a algunos, que está claro que ya saben ese día a quién tienen que palmear. Y
hemos visto que aunque pelean con la boca cerrada y no se agarran al piso estos
encastes sirven para triunfar, porque madera tienen, otra cosa es el ebanista
que los trabaje. Lástima que la loable predisposición de los novilleros que se
han prestado a estas novilladas se vea eclipsada por su indolente falta de
oficio. Pero, qué más podemos pedirles? Ellos al menos se atreven.
Casi mejor así, que
no venga nadie que no quiera estar, mejor parecer la casa de Bernarda Alba, sin
nadie que pueda entrar ni nadie que quiera salir.
Y como epílogo, el penúltimo capítulo venteño se escribió en
otras tierras, y reza como sigue: José Tomás, siempre en la picota, que tan
poco quiere probarse en plazas donde se cincelan las leyendas, ha conseguido
sin quererlo lo que otros han gestado todo el invierno y no han sido capaces de
materializar, que es no torear en Madrid y aun así conseguir que todos hablemos
de él. Y eso no hay Dios ni Juli que lo discuta.
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