miércoles, 7 de mayo de 2014
NUEVO OPUS DE TIERRAS TAURINAS
VIAJE a
Miróbriga
A quince kilómetros de Ciudad Rodrigo, río Águeda abajo, en el fabuloso yacimiento de Siega Verde, hace veinte milenios, un puñado de cazadores-recolectores grabaron sobre la pizarra la efigie de los toros salvajes que mataban en la vega del río. Más tarde, 500 años antes de nuestra era, también a quince kilómetros de Ciudad Rodrigo, pero río Águeda arriba, un monumental verraco, parecido a los de Guisando, velaba sobre el castro vetón de Irueña, en el mismo lugar donde sigue hoy, aunque partido en tres trozos y envuelto por la maleza.
Basta viajar por la comarca mirobrigense, para comprobar que aquellos mismos toros siguen existiendo en la actualidad. Incluso embisten mejor, ya sean los aldeanuevas del maestro Pedrés, los que crían los hermanos Sánchez Herrero, los del Risco, los ybarras de Sayalero y Carreros, los jandillas de Rafa Cruz o los santacolomas de los herederos de Juan Mateos.
Paseando por las estrechas calles de esta ciudad cargada de historia, uno se percata que su esencia mana de los toros del Carnaval. Si quedaba alguna duda, tras seguir la huella dejada por Navalón en Fuentes de Oñoro, ahondar en las andanzas de Conrado o escuchar cómo José Ramón Cid Cebrián cuenta la leyenda de Julián Sánchez «El Charro», comprobamos que, a lo largo de veinte milenios, el toro ha sido el referente obligado de cuantos han recalado en esta comarca tan taurina. ¡ Incluido el propio Duque de Wellington !.
LOS TOROS DEL RÍO ÁGUEDA
La carrera irreflexiva emprendida por las actuales figuras del toreo en busca de un protagonismo cursi que quizás acabe emborronando sus éxitos en los ruedos, provoca verdadera aversión en el aficionado. “Ésta no es mi Fiesta”, dicen muchos que aún consideran que el toro –sea del encaste que sea- sigue constituyendo el eje del espectáculo. Nunca tragarán con esta involución que intentan imponer desde las altas esferas... Apena ver a varias figuras del toreo comportarse como charlatanes de la comunicación cuando, por méritos propios, valen mucho más que todas esas cotorras. Y entristece aún más comprobar que, en vez de trasmitirle a la sociedad los verdaderos valores que atesora la Tauromaquia, se empeñan en reducirla a un divertimiento cualquiera. Don Dinero siempre ha mandado mucho, sin embargo, aunque a las figuras del toreo de antaño también les gustaba llevarse lo suyo, ninguna hubiera hipotecado así el prestigio de la Fiesta para arañar cuatro duros extra. Si a este problema le añadimos el generalizado y preocupante nivel de casta existente en la cabaña brava -incluyendo las ganaderías y encastes llamados “duros”-, entendemos que el desencanto se adueñe de la afición. Y si ésta deja de acudir en masa, el negocio se acaba, por muchos triunfos que cosechen las figuras, cuyo desprestigio puede calibrarse en las taquillas.
A la hora de empezar una nueva temporada, yo mismo dudo de mi capacidad para seguirla con la misma atención que siempre he puesto en las anteriores. Me hastían las ferias donde, de antemano, se intuye que el toro no asomará por toriles. Porque sin toro, bien se sabe, no hay Fiesta. Y como no quiero amargarme la vida, paso también del circuito amable que las figuras están construyendo poco a poco, en plazas medio arruinadas por culpa de su egoísmo, gracias al apoyo de algunas empresas afines, a cambio, por supuesto, del poder absoluto sobre la ética. Visto lo visto, muchos amigos aficionados me preguntan cómo conservar la ilusión. Y, francamente, no es sencillo. Porque, cuando se tiene mucha, a veces, lo mejor es no acudir a la plaza con el fin de no gastarla. O hay que ir a otros sitios en busca de alguna novedad, allá donde las ganaderías modestas intentan sobrevivir, y donde las figuras de mañana tal vez se están forjando, inmersas en un océano de dificultades. Esta crisis que padecemos ahora no es la primera. No en vano, las anteriores se resolvieron con la aparición de un nuevo torero que devolvió la esperanza a la gente. Y lo mismo ocurrió con algún ganadero.
Pensar que todo está inventado o que el mundo se limita al que tenemos ante nuestros ojos, es un error. Más allá del taurinismo oficial, existe otro horizonte. A la espera de este nuevo fenómeno que todos añoramos y que cualquier día rescatará a la Fiesta actual de su conformismo, tenemos que sortear el temporal, disfrutando de lo bueno que subsiste, sin desalentarnos en exceso por lo que hubo y ya no existe. Lo pasado, pasado está, y el porvenir sólo se puede construir a partir del presente. Esto explica las razones del viaje que hemos emprendido por las tierras taurinas del mundo entero. En cada comarca donde se crían toros, en cada rincón, por muy escondido que esté, hallamos factores de esperanza gracias a la existencia de hombres capaces de actuar con grandeza a pesar de sus penurias. Después del viaje a la Sierra de Aracena emprendido a lo largo del opus 25, nos acercamos ahora a la zona de Miróbriga, esa Ciudad Rodrigo que, antes de la era cristiana, fue vetona, mora y romana. Durante muchos años, Ciudad Rodrigo resultó famosa a nivel ganadero merced a un puñado de personajes, a la cabeza de los cuales se encontraba El Raboso. De hecho, este viaje a las tierras de Ciudad Rodrigo, bien podría haberse titulado “Viaje a las tierras de Aldeanueva”, en vista de la huella dejada por el genial Raboso, cuya trayectoria fue detallada en el opus 12, dedicado a los Pedrajas de Pedraza. Y en Pedrés, Sánchez Herrero, El Risco, El Pilar o Pedraza de Yeltes continúa su legado.
Pero la herencia taurina más preciada dejada en tierras mirobrigenses, la encontramos quince kilómetros más al este, río Águeda abajo, en el fabuloso yacimiento de Siega Verde. Allí, hace veinte milenios, un puñado de nuestros antepasados empezaron a grabar en la pizarra la efigie de los toros que mataban en la vega del río. Gracias a dos pinturas y una escultura de la misma época encontradas en el suroeste francés, sabemos a ciencia cierta que, matar al toro gozaba de tal importancia que, esas obras pueden ser, según el gran paleontólogo André Leroi-Gouthan, el testimonio de una religión prehistórica. Palabras mayores que explican la trascendencia que siempre ha tenido la Fiesta taurina sobre aquellos que han visto en ella algo más que un divertimiento. ¡Cuánto me habría gustado que en su “Tour 2014”, anunciado a bombo y platillo, y reforzado por su “compromiso eterno con las Bellas Artes”, El Juli hubiera previsto una etapa en Siega Verde para impregnarse de la religiosidad de tan emblemático lugar! Quizás allí entendería que, tanto él como sus compañeros, deben ser generosos sacerdotes de un rito ancestral, en vez de actores egoístas de un espectáculo moderno.
¡Cuánto me gustaría también que, gracias a esta visita, El Juli conociera una forma de iluminación que le hiciera entender que su destino no es otro que encarnar, de forma simbólica pero épica, la ventura de nuestra especie, la cual, gracias a estos primeros hombres de Siega Verde, se elevó desde la animalidad hasta la humanidad, luchando a muerte por su supervivencia! En aquel caso, en contra del toro, un adversario tan bravo y fiero que lo grabaron en la pizarra, para terminar erigiendo esos totems monumentales que son los verracos. Y del combate nació el arte. Éste es el significado más profundo de la Fiesta taurina. El que está a punto de perderse si pensamos que la búsqueda del arte en sí justifica todo, cuando precisamente sólo se explica por el inevitable obstáculo a la hora de transformar la dificultad en belleza. La suerte que conservamos es que, basta con acercarse a los toros de Siega Verde, a orillas del río Águeda, para reencontrar este significado medio olvidado. Y basta con cerrar los ojos y escuchar el canto del agua sobre las piedras grabadas, para imaginar a los toros salvajes que existían entonces en estas laderas. Y basta luego con abrirlos, y pasearse por la comarca, río Águeda arriba, para comprobar que aquellos mismos toros siguen existiendo hoy, y embisten aún mejor. Dicho lo cual, este viaje a las tierras taurinas mirobrigenses se presenta como un fabuloso vaivén entre los tiempos prehistóricos y nuestra época, sin olvidar los momentos más duros que atravesó Ciudad Rodrigo y su entorno, con el toro como eterno testigo.
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