Madrid
Entró Victorino Martín en la catedral venteña bajo palio, y salió por sobre las andanadas, ascendiendo a los cielos. Ahora es San Victorino, y allí va a estar unos dias, convenciendo a San Pedro para que dé corridas, en régimen de autogestión. Menuda feria se puede organizar en el cielo, con la de toreros que hay allí, el Cúchares y todos los demás. La afición pasaba los inviernos ofreciendo novenas para que salgan toros en Las Ventas, y ni caso arriba. Pero ya tiene a quien rezar, y los toros se los pide a San Victorino, ora pro nobis.San Victorino se los manda siempre y ayer no fue una excepción. No toros, sino torazos, que es santo generoso. Los toreros rezan en sentido contrario, San Victorino, ora pro nobis, no nos mandes toros, por tu santa madre. Pero como si blasfemaran, ahí los tienen, para que haya llantar y crugir de dientes. Sin embargo existen expertos victorinistas, como es el caso de Ruiz Miguel, que entiende a esas fieras y pues valentía y pundonor le sobran, les saca pases.
Plaza de Las Ventas, 20 de mayo
Séptima corrida de feria.Toros de Victorino Martín, con gran trapío, bravucones, broncos. Ruiz Miguel: media (vuelta); estocada corta (oreja protestadísima). Ortega Cano: dos pinchazos y estocada siempre recibiendo, dos descabellos -aviso- y tres descabellos más (gran ovación y dos salidas a los medios); media estocada tendida (silencio). Tomás Campuzano: estocada baja (algunos pitos); estocada baja (división).
Al primero de ayer, que era pregonao por el pitón derecho y por el izquierdo maligno, le obligó a aceptar los derechazos y cuando ya los tomaba con sumisa servidumbre, se empeñó en que embistiera a los naturales también. Tuvo un mérito enorme esa faena, que el público agradeció a medias, quizá porque cayeron cuatro gotas y estaba ocupado en guarecer el traje.
El cuarto, un cárdeno aparatoso, impresionante estampa, fosca cara de cartel, potencia la que hiciera falta y bronquedad más, se había escapado de los grabados de "La Lidia". Hay constancia de ello. Sembró el terror, hasta el victorinista se asustó de la avasalladora envergadura y violencia de aquella fiera surgida de la noche de los tiempos, y decidió entregarla al verdugo del castoreño, para que la convirtiera en bicarbonato.
La afición se indignó por ello, faltaria más; a buena hora iba a consentir que, después de tanta novena, llegara un listo y le pulverizara el toro. Por eso aunque Ruiz Miguel hizo después una faena importante, dominadora, ceñida, llena de emoción, sometiendo la peligrosa bronquedad de la mole aquella, protestó la oreja que otro público menos devoto de San Victorino había solicitado.
Toros y lidia quería la afición, y les complacieron, de consuno, San Victorino y Ortega Cano. El diestro cartagenero, que pisó el ruedo con autoridad, dirigía, el primer tercio. Por ahí se empieza. Efectuada ordenadamente la suerte, se podía calificar la bravura, que era más bién vulgarcilla.
El picador Mejorcito, buen profesional, tiraba la vara a las proximidades del morrillo, y el toro salía de la suerte enterizo, ahormado, dispuesto a embestir y humillar. Ortega Cano le ligó naturales de alta escuela, muy largos y templados, muy hondos, aunque algunas veces citaba fuera de cacho. El diestro cartagenero, que se sentía tocado por la más perfumada torería, no se cansaba de dar pases, y así le ocurrió que se pasó de faena. Tres veces citó a recibir y falló el descabello, lo que le privó de un triunfo sonado.
Banderilleó Ortega Cano reuniendo en la cara pares magníficos. Estuvo toda la corrida impecablemente colocado, intervino con acierto en las distintas bregas y lidió muy bien al quinto. ¿Se podía pedir más? Él mismo se lo pedía, apuró al máximo las posibilidades de construirle faena al quinto, que se revolvía en un palmo de terreno. Su actuación de ayer le abre un esperanzador futuro, porque demostró encontrarse en un espléndido momento de madurez artística. Ortega Cano seguramente cree ya en San Victorino con la apasionada fe del converso. Le van a dar el carné de victorinista.
En cambio Tomás Campuzano no tiene motivos para solicitar la militancia, porque los victorinos le hicieron fracasar. No su primero, al que demasiado porfió para la poca casta que tenía el producto, sino el último, cuya nobleza, unida al cadencioso ritmo de su embestida, no encontró el toreo de esencias que esperaba ver la afición y reclamaba a voces.
Campuzano se esforzaba en pegar pases y no era eso lo que habría hecho contrapunto con la boyantía del victorino. Pases, no.
La feligresía ovacionó mansos; hasta al amoruchado primer toro ovacionó y aclamó al bronco cuarto. Bravura o mansedumbre casi le daba igual, pues San Victorino había escuchado sus oraciones enviando toros, con trapío y emoción.
Victorino, ora pro nobis, cuando baje del cielo estará en un altar, per omnia saecula saeculorum, amen.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 21 de mayo de 1985
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