viernes, 2 de marzo de 2012

LOS PRIMEROS MALETILLAS


Había abandonado el domicilio de sus padres en Sevilla buscando la aventura de hacerse torero de capea.
Era esta una costumbre ancestral en Andalucía y castilla: los muchachos con semejante vocación que aspiraban a dominar el arte de torear deberían curtirse en las fiestas de los pueblos donde era fácil encontrar la oportunidad de lucirse ante toros y vacas bravas que daban suelta en las plazas para divertir a los paisanos y probar la suerte y el valor de los así llamados “maletillas”, “capas” o simplemente “aficionados”.



La ruta de los pueblos de capeas concentraba un sin número de jóvenes de los más diversos lugares, gente sencilla y humilde, faltos de recursos económicos y de cultura la mayoría, que deambulaban de un sitio para otro con el atillo al hombro, sus pertrechos, sus muletas de franela roja y capas viejas y descoloridas. Toda su hacienda a cuestas viviendo de la caridad y del entusiasmo de los paisanos de cada lugar a veces el triunfo y la fortuna de encontrar la ocasión de hacer una buena faena, es decir, lograr torear, tirarse espontáneamente al ruedo de la laza y ser visto por algún especialista de este singular mundillo, convierte al candidato en unajoven promesa del escalafón de figuras del toreo.

Pero esto no es fácil. La inmensa mayoría de lo jóvenes cae en el olvido y en el anonimato, se refugia en el grupo más sencillo de los banderilleros, probada la suerte como novilleros y aún como matadores de toros. Algunos quedan inmersos en ese submundo trágico de la marginación y la delincuencia.
Me encontré a Teodoro en la Fuenteabajo, cerca del Monasterio de las Clarisas. Era muy temprano vísperas de fiestas del pueblo, por el mes de Septiembre. Bajaba yo desde el cerro de la iglesia, donde vivía en la casa parroquial hasta casi las afueras del pueblo para decir la misa a la comunidad de monjas de clausura de la que era capellán. El y tres compañeros de capeas habían dormido en el portalón de la iglesia monacal. La santera tocaba el último toque de campanas que congregaba a un reducido grupo de mujeres asiduas a madrugar. No me dio tiempo a cruzar palabra solo decir a los muchachos:
-Después de misa os veo. Ya me contaréis que hacéis aquí.
Llevaba poco de cura en el pueblo. Desconocía sus costumbres. El contraste con mi tierra del país vasco me iba sorprendiendo al paso de los días. Nunca había visto aquel tipo de muchachos con trebejos, espadas de madera y útiles de torear. No sabía lo que significaba esa extraña comparsa que se lavaba en la fuentecilla y me miraba con respeto.
* * *
Acabé la misa. Las monjas se recogían tras rejas. El ambiente estaba lleno de salmodias y de incienso.
Los ángeles del altar me miraban con sus ojos de cristal mientras daba gracias a Dios por este nuevo día sin saber lo que me esperaba.
La Virgen del Rosario cuyo patronazgo íbamos a celebrar estaba profusamente adornada de flores y de velas. Salí de la capilla pensando en los muchachos: qué harían allí, de dónde venían.
Habían acabado de arreglarse. Se acercaron. Me ofrecieron tabaco y me contaron su historia: Quintino venía de La Mancha, Eduardo de Granada y Teodoro de Bormujos, un pueblecito del Aljarafe sevillano.
Me hablaron de un mundo insólito para mí. Caminos de dehesas de ganado recorridos buscando torear en los tentaderos de las vacas bravas durante el invierno, mayorales de las ganaderías que quemaban las ropas y pegaban a los que enganchaban en los reductos de sus campos, pueblos remotos de España en verano con toros grandes para chavalillos chicos como ellos, heridas que las cura el aire…
Los miraba detenidamente mientras caminábamos hacia la plaza y contaban sus historias.
No había visto nunca una capea ni sabía lo que era echar el guante, romper lo avíos, perder el hato. Nunca había oído decir que un toro tiene leña. Y todo el mundo para mí surrealista estaba tomando fuerza por sorpresa en mi imaginación.
Paré ante la fonda donde me daba de comer la patrona de la casa y me presenté a su mesa para desayunar con aquellos extraños invitados.
Al acabar los churros y el café habíamos sellado un pacto:
-Bueno, pues os ayudaré en lo que pueda –dije.

Las consecuencias de mis palabras cambiaron mi vida.

Durante todo aquel invierno, y algunos más, Eduardo, Tino y Teo constituyeron y son parte de mi familia. Con ellos he vivido largos años de entrañable amistad que hoy casados y dispersos trabajos y destinos, se continua en sus esposas y en sus hijos, ellos fueron los primeros pero no los últimos.
* * *
Nunca había visto el pintoresco aspecto de una corrida de novillos en un pueblo de Castilla cuya plaza constituye el centro de la vida geográfica y social de sus gentes. Chinchón vive alrededor de su plaza Mayor, lugar de encuentro, convivencia y fiesta.
Dos horas antes de empezar, la plaza había quedado desierta. Los soportales y los balcones, aún los propios bares y tabernas que dan a ella, las talanqueras y el tabloncillo donde se sube la gente para ver las corridas, todo estaba vacío. Desde el ventanal de la fonda, cuyos balcones dan a la plaza, veía cómo los concejales del Ayuntamiento acompañados de un número de la guardia civil cada uno y dirigidos por el cabo hacían la requisa, es decir, la comprobación de que en las casas que dan a la plaza no había más personal que el que normalmente las habita. Los demás, extraños al lugar, deberían pagar la correspondiente entrada.
La tía Carmen, a la que cariñosamente llamábamos por el mote la tía cohete me ayudó a camuflar a los torerillos; algo evidentemente prohibido y nada honesto pero que tentaba a la picaresca.
Al poco rato fue entrando la gente por las puertas de la plaza y creando ese ambiente de expectación que existe antes de una corrida. Aquella era una simple novillada de dos toros para principiantes a quienes vimos vestirse con viejos trajes de luces de alquiler en una habitación grande y común que Doña Carmen había preparado para este rito.
El ir y venir previo de los banderilleros y los mozos, sus voces y sus gestos, su rincón con las estampas y las lamparillas encendidas, el ambiente, la música como prólogo que sonaba interpretando pasodobles desde el Ayuntamiento vecino, la bulla que todo ello comporta me tenía ensimismado y perplejo.
Después de los novillos en lidia normal se anunciaban dos toros de capea para los mozos y aficionados.
Yo estaba deseando ver este espectáculo para mí desconocido. Mis tres maletillas habían salido de su escondite y justamente a la hora de empezar el festejo, cuando el Señor Alcalde sacó el pañuelo desde el palco presidencial y se iniciaba el paseíllo los vi tumbados en el suelo, en las mismas tablas en que hacían el ruedo boca abajo, ocultando las muletas entre la tierra y el pecho.
Querían estar cerca del acontecimiento. Parecían combatientes atrincherados esperando su hora.
La fiesta discurrió dentro de la normalidad hasta la muerte del segundo novillo.
Los avispados matadores dieron pruebas de saber el oficio, el público se divertía y los trofeos se daban con facilidad para ayudar a los que comienzan, como alguien me explicaba asentado en el balcón de la fonda. Sonó la jota, la jota típica del pueblo, y tras ella, en medio de una oleada de entusiasmo salió el primer toro de capea. Al verlo el público hizo una exclamación de grandeza. Pronto surgieron los primeros espontáneos y el toro se hizo rey y señor del ruedo. En sus acometidas embestía a los arriesgados y echaba por tierra su valor. Los mozos se ayudaban unos a otros haciendo quiebros que levantaban pasión en los graderíos y aplausos. Siempre había alguno a tiempo de evitar una desgracia. Este juego me pareció brutal.
De repente, Teodoro, el más joven de nuestros muchachos se había lanzado al ruedo, armando su muleta con la espada de madera y el destoquillador, esa especie de palo con pincho que hace de ayuda, iba hacia el toro. Se hincó de rodillas en el centro de la arena y lo citaba a larga distancia. El público hizo una exclamación de sorpresa y contenía la respiración. Yo me quedé asombrado y pensé: ¡Dónde va ese chiquillo!
Un toro, el toro inmenso de la tarde, bufaba, se arrancó y acometió el engaño. El muchacho aguantó impávido la embestida. No se movió. Debió de pasar junto a él como un huracán. Volvió a citarlo de la misma forma entusiasmado. El toro iba y venia atento al percal rojo y al mando del chaval.
Al fin se puso en pie y continuó toreando entre la euforia popular y el clamor de la gente y la música de la banda que sonaba en su honor. Nadie se atrevía a acercarse, a quitarle el toro. Los demás maletillas rendían honor al triunfo del compañero.
Pero todo cambió en un momento. El toro había aprendido mucho. Lo derribó en una de sus embestidas. Hubo un ¡ay! general. En tierra tendido el muchacho recibía las tarascadas del animal que lo agitaba como un trapo. En un momento lo volteó por el aire y lo estrelló contra el suelo como si fuera un signo de venganza.
Baje a la plaza. Los compañeros corrieron hacia él para auxiliarlo. Uno retiró capeando al toro, otro le quitó la franela de las manos. El muchacho, conmocionado pero puesto en pié, trataba de continuar la faena. Parecía herido pero a nadie ni a nada hacía caso. Al verse sin el percal se quitó la camisa y corrió hacia el toro con ella en las manos para seguir toreando.
-¡Dios mío! –exclamé-. ¡Qué locura!

-¡Quitadle de ahí! –gritaba la gente.

Por fin el maletilla calló sin sentido. Le cogieron en brazos los asistentes. El público estaba consternado. Se hizo un silencio de muerte. Las mujeres se habían tapado la cara para no ver.
Lo llevaban hacia la improvisada enfermería en el Ayuntamiento. Subí las escaleras precipitadamente detrás. Las vi goteadas de sangre y un reguerillo corría por el pasillo. Instintivamente me encontré echando las manos para depositarlo sobre la cama de curas y las saqué rojas. Alguien apretaba un torniquete y pensé: “Lo ha matado” pero el herido respiraba. Los mozos se retiraron de la estancia. El médico y el practicante rasgaban sus ropillas mientras se hervían los bisturís en un rincón de la sala. A mí me dejaron permanecer en la cabecera del herido, sosteniendo entre mis manos la loca aventura de sus idas en un rostro sudoroso, el pelo suelto, los ojos sin sentido. Estaba profundamente impresionado.
En medio del silencio solo se oía su respiración entre cortada seguida de algún lamento que subrayaba las órdenes del doctor y su ayudante. Mientras limpiaban y ordenaban aquel cuerpo magullado y descubrían la herida de una cornada, volvía la vista a las paredes de aquel salón de sesiones convertido en quirófano improvisado, eludiendo el drama o buscando ayuda en el pensamiento. Un crucifijo, un retrato del caudillo Franco, una placa del Sagrado Corazón de Jesús. Más allá la estufa de leña para el invierno y en un rincón el peso y la barra métrica de tallar a los quintos. Sobre los sillones rojos, la ropa ensangrentada. ¡Que desolación!
La inyección calmante hizo su efecto. La intervención fue eficaz y larga. Al fin entró el alcalde preocupado, el secretario del Ayuntamiento y el sargento de la guardia civil. Todos queríamos oír el veredicto del galeno; Don Pedro, que así se llamaba nuestro médico nos tranquilizó: no había peligro.
Mientras, la fiesta seguía en la plaza. A través de la ventana veía torear y hacer quiebros a los mozos en el segundo de la capea. La música sonaba para olvidar la tragedia. El maletilla antes de dormirse había gritado: -¡Me están matando mi toro! ¡Me lo están matando!
A mí mente vinieron las escenas de aquella mañana, la ilusión de los muchachos, el desayuno en la fonda, mi promesa. Había comenzado todo. Pensé en el duelo a muerte que aquella historia tenía, en el que aquel muchacho y los que le seguían eran los “hombres del corazón en la cabeza”.
-Habrá que llevarlo a casa –dijo don Pedro.

-¿A qué casa? –pregunté.
-A la suya –contestó el doctor mientras se quitaba los guantes y la bata blanca-. Este chico no está para moverlo del pueblo.
-Es un menor de edad –añadió el sargento-. No sabemos donde vive.
-Tendremos que avisar a sus padres –sentenció el alcalde.

Los compañeros esperaban fuera de la estancia fuera de la estancia el resultado. Salí a comunicárselo y a tranquilizar sus ánimos. Entre todos lo subimos a casa en andas. En aquel día los muchachos tomaron posesión de mi vivienda parroquial y de mi vida.
Los cohetes anunciaban con las campanas la salida de la procesión. El señor cura párroco don Moisés y yo nos preparábamos para su asistencia en la sacristía de la iglesia del Rosario, y yo le pedía benevolencia para dejar a los muchachos vivir en nuestra casa.
Me miró conmovido. A él mayor que yo avezado en estos encuentros y a las costumbres de su pueblo castellano de Tajuña, también le había impresionado el suceso. Fue y es para mí unentrañable compañero que supo comprender a un curilla joven de tan diverso mundo e ideas. La experiencia nos ha hecho confluir en el Evangelio y querernos con el paso del tiempo, para trabajar juntos por nuestro pueblo.
Chinchón me hizo suyo y me posee con el encanto de sus gentes que dan valor a todo lo que hacen, y reciben con evidentes pruebas de hospitalidad a quienes continuamente se asoman y se preocupan por conocer su pueblo e identificarse con su historia. Difícilmente, querido lector, podrás encontrar gente más acogedora que la de este lugar. Durante tiempo los chulillos, como así los llamaba cariñosamente la gente de Chichón, constituyeron parte de la vida del pueblo. Se ganaron el aprecio y la simpatía de todos, trabajaban en las labores del campo en el invierno. Por las noches les explicaba que la tierra era redonda tras aprender las primeras tablas de multiplicar, que lo hacían cantando como niños.
En la primavera, al empezar la temporada taurina y las capeasde los pueblos, reanudábamos nuestra troupe en búsqueda de oportunidades. Mientras yo debutaba en los púlpitos de las fiestas mayores de los pueblos, ellos lo hacían en las plazas de toros de improvisadas talanqueras con desigual éxito entre unos y otros.
Aquella pequeña popularidad hacía que diariamente llamara a mi puerta nuevos candidatos para tener una oportunidad de mostrar sus excepcionales condiciones en el arte de Frascuelo.
Hasta que en 1965 abandonamos Chinchón porque mi amigo Baldomero el alcalde no estaba muy conforme con mi singular apostolado y se quejaba con asiduidad al señor obispo don Juan Ricote. Un conveniente traslado me llevó a Vallecas, a Entrevías viejo, a la parroquia de San Carlos donde pasé tres espléndidos y provechosos años en un nuevo y diferente ambiente.
Mis muchachos vinieron detrás. Había aumentado la familia. Éramos algunos más y no cabíamos en la casita del poblado reabsorción; la unión vecinal nos acogió y nos acostumbramos a vivir en la ciudad.
El Bormujano llegó a matador de toros. Tomó la alternativa tras siete años de novillero en activo en Almería un sábado 12 de septiembre de 1970, de manos de Santiago Martín El Viti y Miguel Márquez, con toros de Germán Gervás, de Los Escolares (Andújar). Luego toreó doce corridas de toros. Y un 28 de Agosto de 1985 fue su última corrida en Madrid lidiando toros de los Hermanos Molero, de Valladolid.
Ya que no he pasado a la Historia de la Iglesia, me siento muy contento de figurar en el Cossío, tomo IV, página 1113. En el espacio biográfico de matador dice: “Un cura desconocido que ayudaba a los necesitados”. Toda una historia
Luis de Lezama

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustaría saber si usted conoció a un maletilla murciano, de nombre Jesús García Jiménez, apodado "El Rubio". Lo conocí hace tiempo y no sé nada de su vida.

Muchas gracias