URQUIJO : EL ASTRO OSCURO
Belmonte rompió con el toreo móvil del siglo XIX justo
cuando España se lanzaba a la carrera de la industrialización. Como gran
visionario que era, Juan Manuel Urquijo Ussía acompañó esta doble
evolución: financiando a la industria a través del banco que creó junto a
sus hermanos y cultivando en sus Murubes una bravura apta para el toreo
puro que empezaba a despuntar. Veinte años más tarde, Manolete
profundizó la lógica belmontina, dándole la espalda a uno de los dogmas
fundadores del toreo: situarse de perfil en vez de frente, una “herejía”
que le permitió realizar un toreo más estoico que nunca, verdadero
espejo donde la España de la postguerra le gustaba reconocerse.
Dominguín, y luego El Cordobés, se subieron a la brecha alargando
los muletazos y ligándolos en un terreno cada vez más reducido,
sistematizando el “descargar la suerte”, lo que acabó con otro de los
credos constituyentes del toreo clásico a la vez que abría la vía del
toreo contemporáneo, en el momento en que España, en plena
reconstrucción, perseguía el modelo americano, que concedía ayudas a
cambio de algunas bases militares estratégicas, bajo los acordes de la
generación Los Beatles y la ola Ye-ye. Luego apareció Ojeda, que, en
plena vorágine consumista, concentró todas las aportaciones anteriores
dentro de un terreno minúsculo, lo que supuso un progreso en cuanto a la
continuidad del toreo y su fuerza emocional. Que esta tauromaquia sin
retorno produjera a uno de los diestros más iconoclastas y populares de
la historia –Jesulín- tendría que habernos alertado de los peligros
inherentes a cualquier genio cuyas enseñanzas son pervertidas.
Coincidiendo con el auge de la tele-realidad, en la arena sólo podía
corresponderle una caricatura del toreo por excelencia. Y aunque el
mérito de Jesulín fue inmenso, y su valor indiscutible, de él sólo
quedan una marioneta estúpida en los guiñoles de Canal Plus y el
recuerdo de un torero bajándose los pantalones en prime time para
mostrar sus cornadas.
El mismo exceso de sensacionalismo que destruyó todos los códigos de
conducta en nuestra sociedad, desembocó en el mundo taurino en una
inversión de sus valores fundamentales: en el toro, la bobaliconeria
alocada ha sustituido a la bravura enclasada, mientras que la
virtuosidad esforzada y avasalladora ha desterrado al elegante toreo
puro, siendo, aquélla para éste, lo que la pornografía al erotismo.
Reivindicando el toreo ortodoxo, José Tomás hizo volcar la balanza del
lado de un clasicismo bienvenido, realizado también por Morante con una
carga artística superior. Un salto atrás hacia una mayor verdad, en un
país sumergido en las mentiras de un crecimiento falaz que ahogó a
España en la recesión. El Juli, como líder de su generación, se opone
hoy a esta restauración tomasista, puesto que en su toreo el único
objetivo consiste en encadenar muletazos sin preocuparse por la
estética, ni la ortodoxia, ni por supuesto la elegancia, virtudes
manifiestamente anticuadas en su opinión. Una filosofía que lo
convierte, en la plaza, en un digno reflejo de los
brokers insaciables de Wall Street, quienes crearon activos engañosos a partir de valores vacíos.
Si hacemos caso omiso al contexto, la capacidad técnica de los toreros
de la “generación Juli” es digna de admirar, pero tenemos derecho a
preguntarnos si resulta deseable que este toreo muy previsible - nunca
se ha podido tanto con un toro tan escaso de poder- cree escuela, puesto
que sólo es admisible cuando se realiza ante un adversario que imponga
respeto. Porque, en caso contrario, si el rival peca de poca presencia o
casta para encarnar el espejo indispensable donde este toreo eficaz
pero sin gracia debe encontrar su reflejo para convencer, todo queda
reducido a un ejercicio de virtuosidad desprovisto de significado y que,
muchas veces, raya la vulgaridad. Algo que sucede a menudo cuando se
ejecuta ante un oponente cuya clase exige al torero que interprete el
toreo más puro.
De la misma manera que la tauromaquia de Belmonte era fruto del
anarquismo, en la medida en que rechazaba todos los códigos
establecidos, igual que Manolete encarnó el estoicismo de una sociedad
malherida por la Guerra Civil, igual que El Cordobés acompañó la euforia
de la reconstrucción en España a través del Plan Marshall, igual que
Paco Ojeda rechazó los límites de lo posible justo cuando la sociedad de
consumo emprendía una ciega marcha hacia el abismo, la tauromaquia del
Juli parece ser el perfecto contrapunto a la de José Tomás: éste último
encarna un sobresalto místico y ético, mientras que el Juli simboliza
la huida hacia delante de una sociedad ávida de emociones fuertes… El
fin justifica los medios y el rito degenera en ocio. Por supuesto, aún
es demasiado pronto para saber si este postmodernismo debe ser
considerado como una regresión o una evolución. A menudo, no son sus
contemporáneos quienes determinan el lugar que los toreros deben ocupar
en la historia. Lo hará la posteridad, y jamás sabremos qué retendrá de
esto que ahora algunos llaman súmmum y otros decadencia. De cualquier
manera, la tentativa reformista ahí queda. Y en este contexto, ya que su
bravura profunda y el ritmo lento de sus embestidas evidencian las
carencias de cualquier tauromaquia que no sea la más pura, el toro
enclasado no encuentra ya su sitio, puesto que se ha convertido, a su
vez, en el espejo despiadado de una mediocridad banalizada que prefiere
destruirlo antes que hacer examen de conciencia. Esta funesta involución
explica el destino del encaste Urquijo: mientras que durante más de
medio siglo irradió el toreo más profundo, hoy sólo es un astro oscuro
condenado a brillar entre tinieblas, donde su luz zaína continúa, sin
embargo, iluminando los sueños de quienes no se conforman con la actual
realidad.
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