viernes, 27 de junio de 2014

NUEVO OPUS DE TIERRAS TAURINAS - VIAJE A FRANCIA



En Francia, se matan toros en un centenar de municipios de los 36 680 existentes. Este dato habla por sí mismo : Francia no es un país taurino, sino un país donde algunas comarcas han luchado por preservar su cultura.

Su empeño quizá se deba a que en Francia, hace aproximadamente 20 000 años, concretamente en la imponente catedral geológica de Villars, un hombre de Cro-Magnon pintó la primera Tauromaquia de la prehistoria. En Roc de Sers, fue grabada la segunda escena de un asombroso tríptico que se remató 2 000 años después, con la tercera imagen, dibujada en Lascaux.

Si en vez de un hombre desafiando a un toro, se hubiera descubierto a un Cro-Magnon tocando una flauta, a buen seguro, este músico primigenio se habría convertido en el símbolo universal de la humanidad. Sin embargo, el primer hombre que pintaron nuestros antepasados lejanos, guste o no, era un «torero».

Partiendo de las citadas cuevas, este viaje por Francia permite entender la idiosincrasia de las tres grandes regiones taurinas –la Gascogne, el Languedoc y la Provence–, deteniéndonos en una ganadería en cada una de ellas. Así, comprenderemos como, gracias a la afición de la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, a mitad del siglo XIX, la Fiesta española se impuso en Francia, donde existían, desde la Edad Media, dos tauromaquias primigenias basadas en razas autóctonas. Por supuesto, este recorrido también permite entender como, con grandes dosis de pasión, el Sur consiguió imponer sus fiestas taurinas en contra del poder central, hasta conseguir la inscripción de la Tauromaquía en el Patrimonio Cultural Inmaterial de la nación..

EL MODELO SIMBÓLICO FRANCÉS

De los 36.680 municipios existentes en Francia, se estoquean toros en menos de 100, repartidos en 4 regiones de 22, y en 11 departamentos de 93. Las cifras hablan por sí solas: Francia no es un país taurino, sino un país donde algunas comarcas han luchado por preservar su cultura en contra del poder central y de la opinión pública. En Francia, la tauromaquia representa, por tanto, una cultura ultra minoritaria. Sin embargo, en las regiones consideradas “de tradición”, su arraigo recuerda al de los indios de Amazonia cuando vieron llegar a las primeras moto-sierras que acabarían con su modo de vida ancestral. Quizás a causa de esto, y porque la persecución no ha cesado desde la Edad Media, los aficionados franceses siempre hemos procurado intelectualizar la Fiesta, con el fin de defenderla mejor ante los ataques procedentes del Norte, donde se ha abusado de un poder extremadamente centralizador y, a veces, sordo a las aspiraciones identitarias del Sur profundo. Frente a las bulas papales, las prohibiciones reales, republicanas o imperiales, y los ataques animalistas posteriores, siempre hemos antepuesto nuestra libertad cultural. Y siempre hemos justificado la Fiesta explicando que una cultura tan grande, que atrae e inspira a tantos artistas y poetas de fama universal, merece el máximo respeto dentro de una nación que ha inscrito la palabra “libertad” en su ADN fundacional. Y hasta hoy, esta línea de defensa no nos ha ido mal. Dicho esto, y aunque el arraigo de la cultura taurina en los antiguos reinos de Provence, Languedoc o Gascogne se explica también por la voluntad, más o menos consciente, de sus pueblos por conmemorar una libertad pasada, la fuerza que goza hoy -mientras que las lenguas propias han desaparecido prácticamente en estos mismos territorios-, posee un origen más profundo.
El estudio del mapa permite explicar los hechos: la mayoría de las cuevas paleolíticas investigadas hasta la fecha se concentran en el límite de la última glaciación que conoció Europa. En el suroeste de Francia, abundan las obras parietales donde aparece el toro, con Lascaux a la cabeza. Y en la parte sureste del país, en la Grotte Chauvet, a unos cien kilómetros al norte de Nîmes, se encuentra el testimonio más antiguo que une al hombre y al toro desde los principios de la humanidad. Una coincidencia llama nuestra atención: por encima de la línea imaginaria que vincula estas dos cumbres del paleolítico, se extiende la Francia que nunca fue taurina, sino más bien abolicionista. Por debajo de esta misma recta, vive “mi” Francia, la de la lengua d’Oc, los trovadores, el amor cortés, el exceso de ajo en cualquier plato, los vinos realmente buenos, el ecumenismo difundido por la universidad de Montpellier, una de las más antiguas del mundo medieval y, por supuesto, la de los toros. Hace 31.000 años, en la Grotte Chauvet, un artista anónimo pintó, entre otras figuras, una obra que debería figurar en el panteón artístico mundial, puesto que representa el primer mito de nuestra historia: el sexo de una Venus peluda husmeado por una cabeza de toro prolongada por un brazo humano. Algo más de veintisiete milenios antes de los griegos, dentro de esta cueva, aquel artista inventó el mito del Minotauro, mitad toro y mitad hombre, relacionándolo con la fertilidad. Y para que no existiera ninguna duda a la hora de interpretar su obra, en vez de pintarla sobre una de las muchas paredes lisas de la cueva, lo hizo sobre una roca con forma de estalactita, como un monumental falo orgullosamente erguido.
Más allá del torismo reivindicado por gran parte de la afición moderna, el modelo francés nace de esa mezcla de animalidad y simbolismo que siempre ha nutrido nuestro imaginario, muy anterior a las obras taurinas forjadas en los ruedos desde hace un siglo. Este modelo, más que económico, es cultural, lo cual explica que, en la gran mayoría de las ciudades taurinas, son los propios ciudadanos quienes se han encargado de la organización de los espectáculos, después de haber expulsado a los grandes monopolios del sistema a causa de sus abusos. “La guerra -decía Clemenceau- que venció en la Primera Guerra Mundial, es una cosa demasiada seria como para confiarla a los militares”. Y en Francia, sucede lo mismo con los toros. Quizás el espíritu republicano y el ideal de igualdad, fraguado durante el Siglo de las Luces e impuesto a sangre y fuego por la Revolución, haya influido en la generalización de este sistema de organización colectiva, que no colectivista. Lo cierto es que, gracias a él, se respetan los gustos de la afición, y lo que es más importante, se respeta al toro. Me agrada pensar que este respeto es similar al sentido por nuestros lejanos antepasados, que colocaron al toro en el centro del panteón de los mitos emergentes pintados en sus cuevas. Asimismo, me complace comprobar que esta admiración continúa siendo el enlace más directo entre el origen y el presente de la humanidad. Frente a la degeneración moral que padece, la Fiesta, gracias a su milenario sustrato cultural y a los valores que atesora, surge como un espacio de honradez y verdad.
Hace 31.000 años, cuando descubrieron aquella protuberancia fálica en la cueva de Chauvet, los hombres del paleolítico tuvieron que reflexionar mucho antes de decidir lo que pintarían sobre ella. Su sugestiva forma sólo podía acoger una representación altamente simbólica, por ello eligieron un sexo de mujer contemplado por una cabeza de toro prolongada por un hombro humano. Un minotauro dibujado aproximadamente 28.000 años antes del mito nacido en Creta, leyenda que Picasso también plasmó entre 1928 y 1938, plagiando, sin saberlo, a Chauvet, gruta descubierta en 1994. Decana mundial de las cuevas pintadas, Chauvet se considera desde entonces la cuna de nuestro imaginario y una fuente inagotable para los psicoanalistas. Sin embargo, el simbolismo de Chauvet, por sí solo, no permitiría explicar el enlace visceral que une a las poblaciones del Sur de Francia con el toro, si, más al oeste y 10.000 años después, otros hombres del paleolítico no hubieran dejado otros tres testimonios prodigiosos, aunque poco conocidos, de esta apasionante relación. Gracias a estas tres obras mayores del arte parietal, sabemos a ciencia cierta que el fino hilo que cosía al hombre de Cro Magnon con el toro no era sólo alegórico: hace al menos 20.000 años, el hombre se enfrentaba con gallardía al toro que pintaba, emblema por antonomasia de la fuerza, la fiereza y la fertilidad. Un símbolo que, desde entonces, nutrió a todos los mitos de la humanidad, a la vez que suscitó juegos de vida y muerte en las civilizaciones antiguas. El mismo juego que encarnan hoy las corridas, cuyo origen lejano encontramos en el suroeste de «mi» Francia, la torista, donde ha dejado una huella de gigante dentro de un territorio tan pequeño.
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