jueves, 4 de diciembre de 2008

EL TORISMO: VISION PLEBEYA DE LA GRAN FIESTA ARISTOCRATICA DEL MUNDO

Para poder comprender lo que se mira, resulta imprescindible hallar su verdadera naturaleza, el extracto que le da forma desde su más inabarcable profundidad. Afirmaba Nietzsche que hay más dolor en la imaginación desvelada de una débil doncella que se imagina la guerra, que en el sufrimiento y la agonía de cualquier soldado. El diferente grado de fuerzas de ambos seres es el que determina respuestas tan distintas. Fue el propio Nietzsche en su libro "La genealogía de la moral" quien advirtió de los dos tipos de moral que existen en el mundo: la aristocrática y la plebeya (actualmente burguesa).
La moral aristocrática es la propia de los seres sanos y poderosos, autosuficientes, aquellos cuya sobreabundancia de poder les permite satisfacer sus instintos. En esta moral, a la palabra "bueno" ("gut" en alemán) se le opone la palabra "malo" (schlecht), que aquí es sinónima de débil, enfermo, bajo, ruin, despreciable. Sin embargo, en la moral plebeya de los esclavos, a la palabra "bueno" (que aquí es sinónimo de débil, bonancible, obediente, no peligroso) se le opone la palabra "malvado" (böse), sinónimo de poderoso, despreciador, depredador, incontrolable, dañino.

Como se puede comprobar, el bueno de cada moral es el malo de la otra, y viceversa. Mientras el enfermo, el débil, necesita una moral vengativa, calculadora, que le sirva básicamente para defenderse de una realidad que le es desfavorable y de la que tiene que mendigar cualquier pequeño consuelo o satisfacción, el noble vive debido a su sobreabundancia de fuerzas, invadido por una cierta ingenuidad y despreocupación. El noble está acostumbrado a seguir ciegamente el mandato de sus instintos, pues está en disposición de satisfacerlos. Esto implica, ciertamente, una inevitable ausencia de reflexión, de cálculo inteligente. Citando de nuevo el libro de Nietzsche, "entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: en estos precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o, incluso, una cierta falta de inteligencia. Así, por ejemplo, el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles".

“Lo que caracteriza más claramente las actuaciones de un ser aristocrático es el apasionamiento, esa "audacia" de las razas nobles que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, este elemento imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas (...), su indiferencia y su desprecio de la seguridad del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad…”

Si cada vez me gusta más la fotografía taurina es porque resulta una forma inmejorable de pensar el toreo, de detenerlo en su instante más hermoso y decisivo, y así poder reflexionar acerca de él. Mientras escribo estas líneas tengo delante la imagen de uno de los 24 naturales que "el Cid" le dio a un victorino en la plaza de Madrid. Más allá de su indudable belleza estética, lo que me conmueve de la foto, como de tantas otras, es que en ella aparecen dos seres vivos que están contradiciendo su más elemental instinto de conservación. Por un lado el torero: quieto, firme y asentado, sereno, la suerte cargada, es decir, el peso del cuerpo apoyado sobre la pierna de salida de la embestida del animal, aquella por la que pasa más cerca; la cintura acompañando el muletazo, los riñones encajados, el mentón hundido, toda la musculatura relajada, "desmayada" en el centro mismo de la suerte, justamente la posición opuesta a la que necesitaría para poder huir de la posible cornada. Y por el otro lado el toro: totalmente entregado, embebido en la muleta, humillado, el morro por el suelo, los riñones empujando hacia adelante, lanzado en tromba hacia un ataque que supone siempre el requisito imprescindible para ser herido, justamente la posición contraria a la que debería tener si quisiera defenderse o, al menos, sopesar su ataque, calcularlo. Ambos actúan de una manera infrecuente que muchos podrían tildar de absurda, inútil, propia de seres poco inteligentes. Se están ofreciendo el uno al otro la posibilidad de herirse, uno en nombre de la pureza, el otro en nombre de la bravura. Los aficionados cabales sabemos que aquello que caracteriza el comportamiento de estos dos héroes trágicos que caminan juntos al borde del abismo es la nobleza aristocrática, la entrega a unos instintos llevados por la ciega sobreabundancia de poder.

Si la casta es la capacidad de rebelión, sea huyendo o atacando frente a la realidad que no gusta, la bravura es la aristocracia de la casta, la que aglutina todos sus componentes positivos (acometividad, resistencia, entrega, nobleza). En efecto, el hombre aristocrático ha creado un animal, el toro bravo, a su imagen y semejanza, como el viviente ideal de sí mismo, el único capaz de luchar noblemente hasta la muerte, es decir, capaz de luchar apasionadamente, desde el orgullo, desde la sobreabundancia de fuerza y de poder, desde una firme convicción de victoria hasta el momento mismo de la muerte. Se trata de la culminación de una evolución producida a lo largo de los siglos, de un ser inmejorable, de fuerza y salud sobreabundantes.

Es precisamente la visión desde el punto de vista plebeyo de la corrida de toros lo que provoca el torismo. El torista busca diferenciarse de la gran masa ignorante que puebla los tendidos, y además acortar la enorme distancia de fuerzas que le separa del torero, capaz de jugarse la vida delante de un toro, cuando él es un simple aficionado que lo contempla con secreta admiración y al que jamás podría imitar. Si el torerismo de la plebe es la infancia del aficionado, el torismo es su adolescencia, la destrucción de su infancia mediante su iniciación en la comprensión del rito, sus técnicas y también sus trampas.

Al acudir a la literatura taurina "clásica" se encuentra como la quintaesencia de la pureza con un tipo de toreo anticuado y a la defensiva, que resultaba el aristocrático de la época, en la que aún no había avanzado como lo ha hecho hasta hoy la técnica de torear y la bravura del toro, pero que actualmente no puede ser entendido sino como una tauromaquia de nula entrega, como una simple lucha defensiva de mucho menor compromiso que el toreo actual. Sin embargo, él la comprende perfectamente, al estar hecha de su misma naturaleza plebeya.

Aunque hoy día domina el toreo de entrega y hacia adentro, que es el que exige el público y el toro actuales, fundamentalmente bravo, lo que el iniciado se encuentra en las fuentes "clásicas" como ejemplo de pureza, lo que ha quedado escrito, es el toreo a la defensiva y hacia afuera, el toreo de expulsión. Lo explicó magníficamente Pepe Alameda en su libro "El hilo del toreo", en el capítulo "El silencio de Pedro Romero". “Se les suele llamar clásicas a la Tauromaquia de Pepe-Hillo y a la de Paquiro. Pero el toreo, entonces, apenas estaba empezando. Si tenemos esto en cuenta, debemos comprender que Hillo y Paquiro no pueden ser los grandes clásicos, son simplemente los grandes primitivos. Entre tanto, el otro gran primitivo, Pedro Romero, torea y calla. El silencio de Pedro Romero ha hecho daño, sin duda, a la teoría y a la historia del toreo. Se conservan de él algunas máximas, realmente mínimas, que lo mismo pueden ser directamente suyas que atribuidas por quienes lo vieron torear y lo reflejan con conocimiento de causa. Dos fundamentales: "El lidiador no debe contar con sus pies, sino con sus manos"
(los brazos, claro). "Parar los pies y dejarse coger, este es el modo de que el toro se consienta y descubra". Quiere decir, naturalmente, hasta el punto de que el toro "crea" que ha cogido al torero. Con ser muy poco, es suficiente para comprender que preconiza un toreo de aguante, que el diestro no abandona su terreno ni expulsa del suyo al toro. Toreo de "reunión", no de "expulsión".

El toreo de "línea natural", opuesto al "toreo cambiado". Pero, aunque el esbozo está claro, como no hay desarrollo, deja al toreo de línea "natural" sin literatura. En cambio, el toreo de la otra cuerda tiene una literatura floreciente, desde la primera Tauromaquia, la del propio Hillo con la ayuda de su peón de confianza, su redactor, don José de la Tixera (que también pudo haber sido en parte su inspirador, pues no hay que descontar el influjo mutuo en esta clase de simbiosis). Y luego Paquiro, también con su amanuense de cámara, don Santos López Pelegrín, Abenamar, basados en el mismo concepto del toreo cambiado o contrario. Resultado: como la fuerza de la letra, para muchas personas y en muchos casos es determinante, siempre que se trata de buscar un antecedente, o remitirse a un testimonio de "autoridad", se va a beber en la fuente "clásica", que no es otra que la del toreo cambiado, contrario, encontrando, el toreo "de expulsión". Todo, por el silencio de Pedro Romero".

El torismo es, ante todo, un movimiento reaccionario. Ya lo es cuando niega la evolución del toro a lo largo de la historia hacia un animal cada vez más poderoso y aristocrático. De hecho no deja de tener reminiscencias del ecologismo neocristiano (ellos también son "antitaurinos"). La consideración del taurino, es decir, del profesional del toreo, como presunto cuando no indudable delincuente, el hecho de que un arte y una ciencia como es el toreo estén reglamentados desde el poder, nos advierte hasta qué punto son populares las teorías toristas, Incluso las coincidencias del ecologismo y el torismo en denunciar y perseguir las manifestaciones populares de la tauromaquia, el deseo torista de que se restablezca el buen orden, tanto dentro como fuera de las plazas, nos advierten de su puritanismo exacerbado.

Tanto el ecologismo como el torismo coinciden en la defensa de la biodiversidad (sea de especies o de encastes). El pasado es idealizado y la obra heredada de la Madre Naturaleza vista como algo a preservar y a proteger incluso del propio dominio del hombre. Al idealizarse el pasado, se idealiza el toro antiguo, manso y listo, y el toreo que se le tenía que hacer, defensivo y hacia afuera. El toreo de quietud actual es despreciado por fácil, pues sólo a un toro tonto (olvidan que uno de los requisitos de la bravura es la nobleza) se le puede torear de la manera actual, que es vista como tramposa. Entonces se les exige a las figuras del toreo que toreen con la entrega de los cánones actuales al toro listo y a la defensiva, es decir, el que mantiene un comportamiento manso y cobarde. Esto resulta tan injusto como torear con resabios y trampas a un toro noble y bravo (cuando utilizo la palabra noble no lo hago en ningún caso como sinónimo de bondadoso, sino de entregado a la pelea en buena lid).

Que el torismo es un movimiento reaccionario se comprende cuando se observa la creencia de que el hombre mantiene para con el toro una supuesta actitud innoble, llena de oscuras trampas de las que nadie se da cuenta, cuando la lidia de un toro es algo público y notorio (cualquier alteración en su integridad física o en su comportamiento se va a terminar viendo en el ruedo). El aficionado torista cree que el toro bravo, es decir, noble (es decir, tonto), no es capaz de competir de igual a igual con el torero. Se defiende entonces al toro innoble, al que no se entrega, al que no se deja torear, al que no es bravo, sino fiero, listo, es decir, manso. Se convierte así a la fiesta de toros en una fiesta plebeya y a su evolución, de la mansedumbre a la bravura y del toreo en línea y en constante movimiento al toreo en redondo y en constante quietud, en definitiva, hacia la verdadera entrega y, por lo tanto, nobleza de toro y torero, en involución.

La añorada "emoción" que se está perdiendo no se echa a faltar debido al excesivo tamaño del toro actual ni a su ausencia de bravura, sino precisamente a su exceso de bravura, es decir, la emoción que se está perdiendo no es más que el conjunto de trampas que un toro manso y listo y un torero lleno de resabios técnicos se ponen entre sí en una lucha más propia de dos indignos navajeros que de una noble lid entre aristócratas. Ya hemos dicho que el torismo es la adolescencia del aficionado y, por lo tanto, el lado opuesto al torerismo de su infancia. El torismo es, como toda fase adolescente, un cajón desastre en el que cabe todo aquello que se oponga al orden establecido, en este caso en el toreo. Como movimiento reaccionario que es no tiene una ideología concreta. Por eso se contradice constantemente y resulta un refugio extraordinario para todo aquel aficionado que no sabe verdaderamente de toros pero quiere aparentar que sí. A este le basta con repetir algún precepto básico de las tauromaquias primitivas y con despreciar todo aquello que aplaude la mayoría. El torismo resulta, en definitiva, un magnífico invento del que viven divinamente malos toreros, malos ganaderos y malos aficionados.

El verdaderamente cabal y adulto aficionado a los toros debe ser el primero en reconocer el carácter absolutamente milagroso que posee el buen toreo, en darse cuenta de que nadie puede moralmente exigir a otro ser humano que se juegue la vida por él, así que humanamente, verá a los toreros con cariño, indulgencia y admiración. Pero también el aficionado cabal y adulto a los toros es el que, habiendo superado la etapa infantil-torerista en la que la crítica no existía y la etapa adolescente-torista en la que no existía la indulgencia, es capaz de juzgar - conociendo las reglas y la historia del arte y de la ciencia de la tauromaquia - con ecuanimidad y con justicia a todos los seres que intervienen en una corrida. El verdadero y cabal aficionado a los toros es el que comprende y busca el sentido aristocrático de la lidia, el que no aplaude las actitudes mezquinas de cualquier interviniente que no se entregue de manera total y absoluta.

El aficionado adulto sabe que aquello que debe caracterizar a estos dos héroes trágicos (toro y torero) que caminan juntos al borde del abismo, es su nobleza y su valor o bravura, su entrega, su sentido aristocrático de la vida, su sobreabundancia de poder: un grado de lucidez superior que ante la falta de sentido de la muerte, sólo entiende la más instintiva felicidad como el verdadero sentido de la vida. El aficionado adulto es el que sabe reconocer que es el toro bravo el más difícil de conseguir para un ganadero, el resultado último de un ingente proceso de selección que tropieza constantemente con todas las debilidades y las prevenciones de la cobardía, el ideal aristocrático hecho carne y capaz de cumplir hasta el final su sagrado papel de héroe en la última tragedia que el hombre moderno puede contemplar con sus propios ojos. El aficionado adulto sabe que es este toro, el bravo, el más difícil y exigente de todos, porque no para de embestir, porque no perdona ningún error, porque es el que exige de la otra parte, del torero, una similar entrega, igual de absoluta y apasionada, aquella de la que sólo son verdaderamente capaces unos poquísimos elegidos, las verdaderas figuras del toreo, aquellos sumos sacerdotes que ofician, con riesgo de sus vidas, la gran fiesta aristocrática del mundo.

Articulo de Fernando Sanchez , aficionado de Bilbao

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Felicidades al autor, coincido con el en todos los aspectos.
Ha escrito algun articulo mas?? Donde podría leerlos??

josemi dijo...

Es el primer articulo que nos ha mandado nuestro amigo Fernando de Bilbao para el blog , poco a poco nos ira mandando sus escritos y los iremos publicando. Salud

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo con buena parte de su artículo. Partir de la Genealogía de la Moral, un libro muy duro, para llegar a la tauromaquia me parece algo apasionante.

Un Nietzsche aficionado: buena idea, quizás era la salida que no le dio tiempo a encontrar. Mejor habría estado en Sevilla o en Madrid que en Sils Maria o, ya al final, rodando de Basilea a Naumburg, de Jena a Weimar. El pobre Nietzsche, que decía Unamuno. Intuía por donde iban las cosas, entre Carmen y la zarzuela, pero ya era demasiado tarde. Quién sabe si en las plazas de pueblo, entre gente solanesca, habría vislumbrado el mundo antiguo. La línea que une la tragedia con la lidia.

Interesantes reflexiones. Creo que el aficionado tiene una vía para escapar de lo que usted llama "visión plebeya": la capacidad y la voluntad de admirar, incompatibles con el resentimiento, propio de la incapacidad de reconocer la excepcionalidad, aristocrática, de síntesis de belleza y valor que es en esencia la tauromaquia.

Ahora bien, la crítica, la lucidez en el juicio, son frutos de la claridad. Y, sobre el resentimiento: es una fuerza muy poderosa. El legado de Tersites está en cada uno de los rincones.

Saludos cordiales.