jueves, 28 de enero de 2010

TOROS EN TURIN IV



Bandera de la Ciudad de Turin adoptada por las milicias urbanas

en el sitio francés de 1706

Una leyenda, sin fundamento histórico alguno, pero muy bonita, puesta en boga en el siglo XVI por Filiberto Pingone, erudito de la corte del Duque de Saboya Emanuel Filiberto (que para los Españoles fue el general que ganó la batalla de S. Quintín, y para los Piamonteses el verdadero refundador del estado que llegó a ser el núcleo de la ubicación italiana), reanuda la origines

mitológicas de la ciudad a una procedencia egipcia, al mito solar de Fetonte y al culto del Dios Apis, que era un toro, y no un buey.

Curiosamente, tres siglos después se fundó en Turín el más importante Museo Egipcio en Europa, a partir de la colección de la Casa de Saboya, integrada por la de retirado cónsul de Francia en Egipto, el piamontés Drovetti



Otra leyenda, que remonta a los tiempos de la antigua Taurasia, y explica con el lenguaje simbólico proprio de las leyendas como el noble animal pasó a ser el símbolo de la ciudad, es la del toro que ganó la pelea y mató a cornadas el dragón que afligia la villa y sus alrededores, destrozando cosechas y comiéndose a hombres y animales.

Parece que la fuerza para ganar la terrible pelea el toro la encontró en el buen vino que ya entonces se hacia por estos lares.
El pueblo de los Tauriscos, los hombres de los montes, estaba aun sin fornicaciones, y el feroz dragón amenazaba sus habitantes, que no se atrevían ni a salir de sus casas, dejando el campo y las tareas agrícolas en abandono. El hambre y el miedo estaban terminando con la tribu, cuyas armas primitivas
nada podían en contra de la piel acorazada del dragón.
Un hombre del pueblo tuvo una idea. La leyenda no dice el nombre de esta persona, solo cuenta que era un pastor de ganado, con una manada de reses encabezada por un toro poderoso como nunca se había visto.

El hombre separa el toro de las vacas, encerrándolas en un cercado, y al animal ya inquieto, por verse apartado, le da de beber en un cubo un líquido rojo y espumoso, el vino, que lo pone ebrio y bravo. Así enfurecido, el toro sale del pueblo a la búsqueda de algo para desahogar su bravura, y en el campo se encuentra con el dragón, que debió aparecerle como es ahora un picador con su enorme caballo acorazado en el ruedo.
Por nada amilanado por la espantosa gura del monstruo, el toro arrancó desde lejos, y embistió corneando el dragón en el pecho. Este para defenderse clavó sus manos rostradas en las carnes del bóvido, y así empiezo un salvaje combate que recordaba las prehistóricas peleas de dinosaurios, y ahora se
podría comparar a una dura y espectacular suerte de varas.
La pelea fue larga y sangrienta, y a la hora de ponerse el sol detrás de las altas y blancas cimas de los montes nevados, los dos enemigos yacían tumbados sin vida. El toro había ganado, pero con la victoria había llegado la muerte.
Perdidos para siempre los abundantes pastos, el bravo animal entró en la leyenda. Los Tauriscos, agradecidos por su salvación, quisieron que como símbolo de su recién nacida población se pusiera la viril imagen del toro.
La leyenda lo dice todo: el toro ya medio domesticado, recobra su bravura salvaje separándolo de la manada, y con el ayuda del vino. Su socrocio propiciatorio, su muerte en una pelea de bravo, son necesarios en pro del bienestar de la comunidad. Su sangre derramada riega la tierra y la fertiliza. El
toro es fuerza, valor, amparo del pueblo en contra de las calamidades, representadas por el dragón, pero también propicia fecundidad y abundancia.

En su muerte de valiente, el pero animal se eterniza y es adoptado por los antepasados de los actuales Turineses como espejo de sus cualidades y virtudes.
La presencia y el rol del vino en la leyenda nos enlazan con los antiguos cultos dionisiacos, cuyas relaciones con los ritos taurinos son de sobra conocidas, además de ser muestra de una arraigada, y hoy en día aun presente y bien fuerte, tradición y cultura enológica de la región.

Pero, si en la prehistoria los toros aquí tomaban vino, ahora... escupen agua.
 Las fuentes de agua publicas de la ciudad siguen siendo los tradicionales  "toret" (en dialecto piamontés, sínica "torito"), con una cabeza de toro escupiendo un chorro de agua. Más que un toro, parece un becerrito, con unos pitones cortísimos, sin duda "afeitados" por las autoridades municipales para
evitar que por un descuido se le ciegue un ojo al sediento ciudadano de a pié, que quisiera aprovechar del agua acercando la boca a la del animal, de donde sale sin cesar el refrescante líquido potable.



La típica fuente de agua publica de Turín (toret)

Otra famosa representación del toro en la historia de la Ciudad - lamentablemente desaparecida - fue la gran estatua de bronce vacía, sobrepuesta a la punta de la antigua torre cívica, colocada a lado del palacio del Ayuntamiento. La imponente torre fue derribada por los franceses de Napoleón para humillar a la capital de un reino que con muchos esfuerzos había sido derrotado y temporalmente anexionado a Francia. Cuentan las crónicas que la cúspide de la torre estaba rodeada de una corona sujetada por ocho
toritos, y en la punta había la famosa gran estatua del toro enfurecido, que tenia dos agujeros "en lugares opuestos", para que, cuando soplara el viento, el toro … mugiera.
Pero aun derribando la torre, Napoleón no se atrevió a quitar el toro del escudo cívico, y siempre la Ciudad y su Ayuntamiento se han identificado con él. Era tradición, hasta las primeras décadas del siglo XX, que el pueblo apodara a los regidores de la Ciudad, en el dialecto local, "bergé del tor", o sea "pastores  del toro", augurando que lo cuidaran bien y no lo trataran… como una vaca
lechera (con eso de "ordeñarla" con demasiados impuestos).

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