El abolicionismo conseguirá revitalizar la fiesta nacional
ESTEBAN GRECIET. Aquel museo taurino que venía por ferias, allá por la infancia lejana, exhibía unas horripilantes escenas de cogidas famosas, en figuras de cera «grandeur nature», cada torero con su toro correspondiente. Allí podíamos contemplar el instante sangriento en el que Joselito moría corneado por «Bailaor» en Talavera, toro al que tuvo que pasaportar Sánchez Mejías, cuñado del torero y compañero de terna, que a su vez moriría años después en Manzanares de modo semejante. Y el momento, no menos dramático, de la mortal cogida de Granero, al que «Pocapena» le metió el cuerno por un ojo en la plaza de Madrid. Y por ahí seguido. Un horror.
La sangre siguió corriendo en los ruedos, pero no sólo la de los toros, sino también la de los toreros, como Manolete, Paquirri y muchos más, incluso el veterano Antonio Bienvenida, muerto por una simple vaquilla en una tienta. Eso, sin contar heridos, mutilados y «resucitados» de cornadas espeluznantes, tal que Tomás y Aparicio hace muy poco.
Los abolicionistas catalanes hubieran sido mejor comprendidos si la misericordia con los toros (que sería creíble si se prohibieran los «correbous», los «ensogados» o los «toros de fuego») la tuvieran también con los toreros.
No sé si aventurar la conjetura de que el abolicionismo, pese a que parece contagiarse, va a conseguir el renacer de una fiesta en riesgo de iniciar su decadencia. Si la memoria no me es infiel, los nacionalistas guipuzcoanos llevaron a cabo una especie de prohibición mucho más sutil hace algo más de tres décadas con la demolición de la plaza de toros de San Sebastián... que años después hubo que volver a construir.
Cuando en Cuba trataron de prohibir la rumba por considerarla un ritmo burgués, los representantes del pueblo, entusiasmados, empezaron a gritar a coro: «¡Se aprueba la mosión, sí señó!». Alguien sacó unas maracas? y todos acabaron bailando la rumba.
Aquí, vaya usted a saber lo que vamos a bailar
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