viernes, 8 de julio de 2011

Así de bien corren algunos 'guiris'


Cuando se pone a 200 pulsaciones por minuto sin correr, en parado, el corazón no entiende de pasaportes. Tiemblan las manos, la boca se seca, se entrecorta la respiración y por la espalda resbala una gota de sudor frío. Va a comenzar el encierro de Pamplona. Mañana, a las ocho menos diez, poco importará que uno sea de Wisconsin o de la Estafeta. La adrenalina corriendo a cubos por las arterias, los miedos y el placer de vencer los temores igualan durante ocho mañanas de julio a seres llegados de los últimos confines de la tierra. Andoni, de Pamplona y Matthew, del norte de Inglaterra, comparten adoquín y se dan una palmada en el hombro. «Suerte». «Good luck». Entre ellos, un tópico: «Más peligro que los toros tienen los 'guiris' que no saben lo que hacen». Como todos los estereotipos, éste también falla estrepitosamente cuando Tom Turley (Nueva York) se cuela entre el muro de toros de la Curva de Mercaderes y la pared, y el galo Sebastien Décarnelle, con su larguísima zancada, sale limpiamente del embudo del callejón.
Joe Distler, Matt Carny, Jesse Graham, Chris Humphrey, Noel Chandler, El Bomber o Davy Crockett (descendiente del legendario héroe de El Álamo) llegaron al túnel de la Estafeta hace décadas. Eran la avanzadilla de la ola de americanos que vinieron empujados por los vientos de aventura y los cuentos de Hemingway, de cuya muerte se acaban de cumplir 50 años. En su viaje físico e interior hacia el toro hay amistad, fiesta, riesgo, pasión, promesas y obsesiones. En ese camino aprendieron y llegaron a dibujar carreras que solo permiten las piernas, la cabeza y el corazón de muy pocos. Estas son sus historias.
«Hay que acercarse a la muerte para saborear la vida»
Aquella mañana de 1987, Tom Turley (Nueva York, 46 años) era uno más de las decenas de extranjeros recién licenciados en busca de aventura que vagan por la plaza del Castillo de Pamplona. Por casualidad comenzó a hablar con Todd, un joven que tomaba algo con su familia en una terraza. Tom había llegado con una amiga a Pamplona sin otro plan que pasar 24 horas de fiesta, sin dormir y sin leer una línea de Hemingway. Ray, el padre de Todd, les preguntó si tenían sitio donde dormir. Milagro. Pasó cinco días en una habitación del lujoso hotel La Perla, un paraíso reservado para muy pocos que habían dejado unos amigos de Ray por una urgencia. Aquella mañana comprendió las lecciones de la amistad en San Fermín. Le prometió a Ray que siempre volvería a esas fiestas. No ha faltado a su palabra. La primera vez que se metió en el encierro estaban por llegar los legendarios Miura. «Me habían sembrado la semilla del miedo». Admite que se tiró y rodó bajo el vallado de la bajada al callejón. A lo lejos vio las patas arañando el suelo. «Esa sensación...». Le picó el virus y emprendió su aprendizaje de lecciones de técnica y valor que le llevó a ser un mago de los pasos en la Curva de Mercaderes, vestido con su jersey rojo, regalo de otro amigo una madrugada de frío. Tal vez lo mejor sea no tocar lo que está bien: Tom sigue vistiendo el jersey, no ha faltado un año a correr (su dulce promesa a Ray), y no pasa ni un día «sin pensar en el encierro». ¿Por qué correr? «Es difícil, tanto como definir por qué amas a una mujer, ¿por bonita? ¿por inteligente? No hay una palabra para explicar eso». Tiene claras algunas lecciones: «Sé que hay que acercarse a la muerte para saborear lo que es la vida».
Turley trabaja como consultor especialista en proyectos de ayuda humanitaria en situaciones de catástrofes. Cuando se hunde el mundo, le llaman a él: Haití, Indonesia, Japón... En esos lugares vio luchar por la vida, pero también comprendió que «cuando te llega la hora, te llega, corriendo el encierro o saliendo de la oficina. Mientras tanto, puedes hacer lo que te gusta».
«Cuando vi los toros pensé que me estallaba el corazón»
Había alquilado una habitación a tres o cuatro kilómetros de Pamplona con un catre que no usaba. Cada dos días iba allí a cambiarse la ropa y tomar una ducha. «El resto era una juerga». Noel Chandler, 76 años, galés de Newport (a 12 kilómetros de Cardiff) y aficionado a los toros, llegaba a San Fermín recomendado por el mismísimo Antonio Ordóñez. Una mañana se quedó en un portal de la Estafeta a ver el encierro, rígido de miedo ante la avalancha de pezuñas y pies que se venía calle arriba como un aullido. «Recuerdo las caras de la gente. Cuando vi los toros pensé que me estallaba el corazón». Después corrió en la Curva. Era un principiante asomado al abismo, pero ya estaba enganchado de la mano de otro histórico, el escritor de Chicago Mat Carny, soldado herido que se había salvado de la carnicería de la batalla de Iwo Jima, corredor con pensión de invalidez. Juntos se la jugaron durante 20 años, «uno al lado del otro» y se hicieron tan amigos que cuando Carny murió, Chandler se hizo cargo de su hija, Deirdre, que entonces tenía seis años y ahora ya se ha metido a la calle dos veces pese a la cara de enfado de Noel. Su padre quería enseñarle a correr. Cuarenta años de carrera después, en 2001 Noel (que llegó a ser vicepresidente de Fujitsu), se cortó la coleta. En 2003, apostó una carrera más a que no volvían los toros del Conde de la Corte a Pamplona. Y perdió: fue su último encierro. Ahora, con medio siglo de sanfermines anudados al cuello, convertido en uno de los más respetados de la calle, ve la carrera desde el balcón del piso que compró en la Estafeta. «Cada mañana, cuando siento llegar la manada llega esa sensación, ese algo que se me mete en los pulmones y que no me deja respirar».
«Correr es genial en una época en la que todo está prohibido y es aburridísimo»
Vino al mundo en 1942 en Nueva York y en Pamplona volvió a nacer media docena de veces. La última, en 1998, le dejó una cornada y una prótesis de cadera. Ser un clásico del encierro de Pamplona es lo que le faltaba a Joe Distler, profesor de Literatura en la American School de París, para convertirse en una curiosa leyenda. Es uno de los hombres que más años lleva corriendo el encierro: desde 1967. Antes, había leído 'The Swords of Spain', de Robert Daley, un libro sobre los toreros españoles y su mundo en el que conoció la carrera.
«Correr es un arte maravilloso y genial ahora que todo está prohibido y es aburridísimo. Me dije que un día tendría que hacerlo». Joe era un tipo decidido, así que se metió en la calle. «Llegué a la plaza antes que los toros. Algo dentro de mí me decía que tenía que repetir». Y hasta hoy. Por el camino, se ha juntado con los mejores y los mejores le han respetado como al que más. Ahora, con su cadera de plástico y metal ha tenido que dejar la Estafeta para meterse en la técnica de la Curva de Mercaderes.
Con la masificación le es difícil llegar a la cara de los toros, pero no se retira. «Aún estoy entre el cinco por ciento que sabe lo que hace». El adiós le vendrá cuando sienta que puede molestar. De momento, pueden encontrarle braceando con la camiseta sin mangas que viste desde que se las quitó a la manera del fútbol americano para que no le agarraran de los brazos las manos del pánico. Además, es un tipo elegante. Desde 1971, él, como otros compañeros, viste una chaqueta blanca de sport cada vez que corren los 'miuras'.
«Necesitaba estar cada vez más cerca del toro»
Las biografías se enroscan de manera asombrosa. ¿Qué hace, si no, un niño de París escapándose a los siete años por una ventana de una casa de Estella para correr las vacas en fiestas? Emmanuel de Marichalar (París, 1961) y sus hermanos Isabelle, Pascal y Thierry, descendientes de navarros, se saltaban las prohibiciones paternas para enredar en los encierros. Cuarenta años después siguen en las mismas.
Emmanuel, 'Manolito' para sus amigos de la Estafeta, se hizo ejecutivo de una constructora y después empresario audiovisual, pero nunca dejó de sentir «esa necesidad de hacerlo cada vez mejor, de estar cada vez más cerca del toro».
Sus padres sabían de lo suyo, por eso en la familia estaba prohibido poner un pie en Pamplona en San Fermín. Hasta 1978, cuando se suspendieron las fiestas. Mala suerte. Tuvo que esperar hasta el 85, cuando se metió en la carrera y se coló en una tronera de la entrada del callejón. Las locuras vendrían después, en más de veinte años de carreras. «Nunca he sido un gran deportista, pero para mí estar dos metros delante del toro ha estado bien», asegura, con la misma modestia que le hace definirse como «una persona más que se ha interesado por el encierro». Pero se ha interesado mucho. Tanto que es hoy en día uno de los aficionados que más sabe en el mundo de fiestas populares en las que se corren toros y vacas.
Como tantos inoculados por el 'dengue' incurable de la adrenalina, ha recorrido España y Francia en busca de la presencia del toro en la calle, como si nunca hubiera dejado de escaparse de aquella casa de Estella. Marichalar, 'connaisseur' (experto) del encierro en todas sus vertientes, lo ha dado casi todo en Pamplona, menos la vida.
Le ha dado al encierro hasta un libro. 'Le soufle dans le dos' (El aliento en la espalda) es una guía estricta y documentada sobre el impulso loco de correr encierros, el mismo que mañana le llevará a la calle con 25 años en cada pata y la ilusión intacta.
«No existe preparación para lo que sucede tras el cohete»
«¿Hacia dónde corren los toros?». Se lo preguntó un extranjero a Matthew Dowsset (Leeds, Inglaterra, 1971) el día de su primer encierro, el 7 de julio de 2001. En ese momento, supo que estaba más preparado que la media. De niño, antes de hacerse agente de banca, había visto en las noticias unas imágenes del encierro de Pamplona y se dijo que un día lo haría. Antes de colarse en la masa tensa de la plaza del Ayuntamiento a las siete y media de la mañana, se había empapado de todo lo relativo a la carrera. «Había leído mucho, pero cuando sonó el cohete lo comprendí todo... No hay preparación para eso». Se había estudiado Sanfermin.com de pitón a rabo, pero no existían libros, ni vídeos que explicaran la violencia desatada en los últimos metros de la cuesta de Santo Domingo, a la entrada del Ayuntamiento. «Un toro resbaló y se quedó un momento mirando a mi amigo. Fue algo increíble». Con los toros ya en los corrales, en Dowsett no había ni rastro del bienestar, la ilusión y la euforia que sienten los corredores.
Después de la carrera, caben dos posibilidades: engancharse o jurar que nunca más en la vida se volverá a pisar el recorrido. Matt era de los segundos, pero había hecho una promesa. «Juré que les llevaría a mi madre, a mi chica y a un amigo un pañuelo que hubiera vestido corriendo. Le quedaban tres y la voluntad suficiente para tirarse a la piscina pese a las pesadillas de toros que le asediaban los sueños en la noche. El último día eligió la bajada al callejón. «De la oscuridad y la falta de espacio salimos a la plaza, con ese cielo azul, esa masa de gente en los tendidos, todo ese aire y ese ruido... Fue una metáfora de lo que es el encierro para mí. En ese momento, sentí que querría hacerlo siempre». Desde entonces no ha parado. Conoce bien otras fiestas populares de Navarra. En ese camino ha aprendido mucho. «Me ha enseñado a conocerme y controlar mi estrés y mi miedo en situaciones de mucha tensión. Existe un equilibrio entre salir corriendo y acercarte al peligro. Ahí aprendes de tu propio valor».

FRANCISCO APAOLAZA
elnortedecastilla.es

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