Alejandro Herguera lleva 32 años haciendo capotes para las figuras del toreo
MIGUEL PÉREZ MARTÍN
Alejandro Herguera, de 61 años, está totalmente fascinado por el mundo del toro. No es para menos. Desde que dejó la sastrería en la que hacía "trajes camperos, de paisano y de señora" hace 32 años, su aguja solo ha pasado por las telas que lucen brillantes en los cosos de medio mundo. Taurino convencido por amor al arte y a su trabajo, Alejandro lleva con orgullo que la gente lo conozca como "el sastre de los capotes". "Un día de 1978 me lie la manta a la cabeza y me fui de la sastrería en la que trabajaba para venirme a la calle de Esparteros a empezar de cero. La ropa de paisano era una ruina y la de torero daba unos beneficios suficientes para ir viviendo bien", explica Alejandro frente al mostrador de su sastrería, en la segunda planta de un edificio antiguo muy cerca de la Puerta del Sol.
Al principio, admite que lloró mucho viendo cómo las primeras prendas le salían mal porque no aprendió de nadie a hacer este tipo de prendas, ni mucho menos capotes.
Un capote pesa cuatro kilos y para hacerlo se usan 18 metros de tela
El sastre no aprendió de nadie a coser prendas taurinas
Utiliza forros de color azul, celeste, morado o verde para los franceses
Manzanares, José Tomás o El Cid se cuentan entre sus clientes
Su arte para hacer capotes y muletas viene de un proceso de prueba y error. "Es un trabajo casi familiar, artesano, que no sale a la calle. Si viene un torero se le pregunta cómo lo quiere, se le escucha, se le entiende y hay días que se le aguanta", comenta Alejandro, custodiado por una estantería llena de brillantes capotes plegados. "La gente dice que el corte de mis piezas es más bonito que el de otros", explica, aunque sin darse importancia. Sus capotes son todos iguales, lo único que varía es el color del forro, que, aunque suele ser amarillo, también lo hace en verde, azul o morado, principalmente "para los franceses". Al principio le hacía ilusión ver sus capotes en movimiento en manos de los espadas, pero, después de más de 30 años cosiendo, la ilusión se diluye y ahora solo se preocupa por hacer un producto de calidad, un instrumento útil y cómodo hecho a la medida de los clientes que ha fidelizado generación tras generación.
Por su taller han pasado las figuras del toreo de los últimos tiempos. Se muestra reacio a dar nombres porque sabe que a los toreros no les gusta que se vaya divulgando dónde compran o dejan de comprar. Sin embargo, tras un segundo pensándolo, comienza con la retahíla. "José María Manzanares, José Tomás, Castella, Perera, El Cid...", y continúa dando nombres mientras entrecierra los ojos recordando. Los diestros no solo son su clientela: han sido parte de su familia. Los toreros jóvenes cogían a su hija en brazos y se la llevaban de paseo a la calle de la Victoria porque él no tenía tiempo. Hubo días que llevaba a su hija al parque a las 10 de la noche. "Es una profesión muy sacrificada, sabes cuándo vienes, pero no cuándo te vas", explica el sastre. "Mi mujer y yo nos hemos pasado 72 horas sin dormir trabajando. Ahí hay una habitación con un baño y camas. Muchas noches, acostábamos a la niña y nosotros seguíamos trabajando", comenta.
Un capote puede pesar unos cuatro kilos. Es recio y suave al mismo tiempo y se hace con una tela de nailon rosa para el exterior, con un forro de algodón al cien por cien. Lleva 18 metros de tela y Alejandro tarda unas tres horas y media en terminar una pieza. El precio varía entre los 285 y los 350 euros. "Algunas figuras pueden usar unos 60 capotes al año, pero los que están empezando hacen un esfuerzo enorme para comprarse los trastos nuevos. Yo trato igual a la figura que al subalterno, tanto al que viene por primera vez como al que lleva viniendo muchos años", dice mientras coloca sobre la mesa el capote con el sello del último triunfador de San Isidro y de la Feria de Abril de Sevilla, José María Manzanares.
"Nunca nos ha faltado trabajo. Ahora se nota la crisis, pero, llevando 32 años, tienes una clientela de padres a hijos, y los toreros son mucho de ir donde van los otros. Por eso intento hacer los capotes mejor que nadie", explica orgulloso. Ahora también hace capotes muy pequeños por encargo, para niños que están aprendiendo a andar o incluso recién nacidos. "La gente lo desprecia diciendo que esto es un trapo, pero es un trapo muy caro y que lleva detrás mucho trabajo", comenta el sastre.
El futuro de la sastrería lo pone un poco en guardia: son malos tiempos para los sastres. "Ves gente muy mayor trabajando en esto porque a los jóvenes ya no les interesa. Se ha perdido el aprendizaje". Su hija no descarta dedicarse a esto en un futuro. Aunque su padre no le dejó meterse entre las agujas y los patrones, una vez que termine su carrera de Arquitectura puede que se quede con el negocio familiar. El proyecto de fin de carrera en el que trabaja es una vanguardista plaza de toros. De pequeña jugaba a que los capotes eran las tiendas de los indios: el rosa y el albero son los colores de sus recuerdos.
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