viernes, 2 de enero de 2015

NUEVO OPUS DE TIERRAS TAURINAS

RAZA DE CASTILLA 
En los rasos de Portillo se encuentran los últimos descendientes de la Raza de Castilla que, durante toda la Edad Media y hasta principios del siglo XIX, conoció una etapa de esplendor. Los antepasados de aquellos toros aparecen en el capitel de Toro del siglo XIII y en el alfarje del claustro de Santo Domingo de Silos del XIV.

También dejaron rastro en los archivos de Zamora y en los de la Corte, cuando ésta se instaló en Valladolid. Un emperador los alanceó, inspiraron todos los festejos populares que todavía apasionan en los pueblos de Castilla y fueron el terror de los toreros decimonónicos.

En los rasos de Portillo, sus últimos descendientes, aun estando muy cruzados, simbolizan la parte visible de un continente desaparecido. El más famoso, y el último cuyo nombre recordamos, se llamaba Barbero. Se crío en Peñaranda, mató a Pepe-Hillo en Madrid y, por eso, fue, a la larga, el verdugo de su propia raza.

LA HUELLA MEDIEVAL

En el aspecto taurino, la historia de la raza de Castilla va unida a la construcción de la Nación española: en los Reinos de Castilla y León, esta raza fue el pilar de un tipo de cacería que se convirtió en acontecimiento social. Matar al toro era lo de menos. El objetivo de estas fiestas caballerescas consistía en reforzar la jerarquía social alrededor de una referencia incuestionable. No es una casualidad que las fiestas de toros siempre hayan coincidido con acontecimientos religiosos: representan la otra cara de una misma moneda, permitiendo a cada cual encontrar su sitio en la sociedad. Aquello resultaba evidente en el Renacimiento, cuando, una vez concluida la Reconquista, España tuvo que ofrecerle a su nobleza guerrera un campo de batalla donde hacer méritos. En la liza de los torneos, después de compartir espacio con los juegos de cañas, el toro se impuso como referente incuestionable de la bravura y la hombría de aquellos que intentaban lucirse ante el poder establecido y el pueblo. A lo largo de la Edad Media, este toro pastaba en los campos de Castilla y encontramos su origen en los grabados de Siega Verde (ver opus 26). Con el tiempo, llamaron a este toro “raza morucha”, término que hacía referencia a su capacidad de embestir con el “morro”, a diferencia de los que atropellaban sin humillar. Los toros de Castilla tuvieron su periodo de esplendor durante todo el Renacimiento gracias a no pocos ganaderos, hoy olvidados, que han dejado su huella, tanto por Salamanca como por Zamora y los rasos de Portillo. La orografía de Castilla explica que no pasaran de la Cordillera Central para llegar, por ejemplo, hasta la región colmenareña. Hasta allí subió, desde Toledo y La Mancha, la raza de los Toros de la Tierra, famosa en los siglos XVIII y XIX, antes de ser desahuciada por los encastes andaluces.
¿Qué fue de la raza de Castilla cuando los toreros decidieron dejarla progresivamente de lado tras la muerte de Pepe-Hillo? Desapareció de los ruedos, pero siguió existiendo, hasta no hace mucho tiempo, en las capeas y los encierros de la zona, antes de ser cruzada, y más o menos absorbida, por otras razas cárnicas de mayor rendimiento. Cuando los fundamentos de una sociedad se van destruyendo, cualquier institución que durante siglos figuró como su pilar indiscutible corre un peligro mortal. El afán de cambio provocado por la pérdida de ilusiones -o por causas ajenas que hunden a la sociedad en el barranco de la crisis-, provoca reacciones paradójicas: en vez de agarrarse a sus cimientos, se sustituyen por otros. Sucedió lo mismo cuando cayó el Imperio Romano, y el mérito de la Iglesia consistió en sobrevivir en vez de desaparecer eclipsada por los dioses paganos venidos del norte con los vándalos. Más tarde, el fenómeno se repitió con la Revolución Francesa, que acabó con los privilegios de la nobleza a favor de la burguesía, que la Revolución fallida de 1968 también intentó suprimir. No lo consiguió y, a la postre, los revolucionarios del 68 le cogieron el gusto a los fastos del poder, provocando, a la larga, una brutal pérdida de los valores esenciales, al difuminar en el pueblo la moral subversiva de “todo está permitido” y “prohibido prohibir”. Ahora, en Francia, para volver a construir un Estado fuerte, presenciamos la impresionante subida de un Frente Nacional ultra-derechista cuyo único programa consiste en atrincherarse dentro de sus fronteras, con el fin de restablecer el orden y favorecer a los “franceses de verdad”, en contra de la inmigración. Algo parecido está sucediendo en España, aunque al revés. El malestar nacido con la crisis y la impresión de despilfarro que emana de numerosos escándalos político-jurídico-financieros están provocando una situación similar a la de hace un siglo, cuando, influenciados por los partidos inspirados en la Revolución Bolchevique de 1917, los discípulos de Bakunin pretendieron hacer de España el país de “la otra Revolución”. Unida a los intentos de secesión de varias regiones, esta tentación bolchevique, disfrazada de “democracia participativa”, no tiene otro objetivo que destruir aquello que le parece mal, sin saber cómo arreglar las causas. Asistimos, con temor, a una revolución legal, puesto que este nuevo poder pretende imponerse a través de las urnas, aumentando su peligro, pues guarda la misma apariencia formal que el Nacional Socialismo, que ganó las elecciones de 1933 en Alemania. Su objetivo es, sin embargo, muy distinto: el Nacional Socialismo ensalzaba la “raza pura” y había ideado el culto al cuerpo perfecto, al servicio de su Fürher y del gran Reich.
Al contrario, los bolcheviques de Podemos -no vamos a andar con medias tintas- apuestan por una sociedad donde mandan los más endebles, los fracasados, los que nunca han tenido responsabilidades y que, si se las dan, no sabrán qué hacer con ellas. Ésta es la cara B de la democracia, el mejor de los regímenes políticos, salvo cuando cae en el populismo más abyecto y utiliza el odio para conquistar el poder, igual que hacen los fundamentalistas religiosos. Muestra de aquello es la cruzada anti-taurina lanzada por estos “yihadistas rojos” que pretenden acabar con un milenio de tradición compartida por gran parte del pueblo. Si esta ideología hubiera existido en la Edad Media, o si hubiera llegado al poder, la capital de Castilla seguiría siendo León, mientras que en Toledo tendríamos un califato. A lo peor -porque los musulmanes medievales no tenían un pelo de corderos indefensos-, España entera estaría regida hoy por la Sharía. El gran historiador francés del Cristianismo, Ernest Renan, explicó muy bien el proceso, cuando mostró que la gran habilidad de la religión cristiana había consistido en desbancar la andreía (la hombría) de donde bebía la ética greco-romana, para sustituirla por valores inversos: el endeble era el fuerte, y el potente el malo. A la hora del Juicio Final, los últimos serían los primeros, y viceversa. Así, según Renan, se impuso una religión de esclavos frente a la aristocracia entrada en decadencia, podrida por su propia potencia e inmersa en conflictos de intereses. El gran mérito de la Iglesia durante los siglos posteriores consistió en hacer evolucionar su dogma para imponer su fe a través de conversiones obligatorias. Los corderos se hicieron lobos. Quizá por ello, a pesar de las prevenciones de varios papas romanos, la Iglesia de Castilla toleró las Fiestas taurinas: veía en ellas el mismo vector de unidad y jerarquía social que en los autos de fe. La gran diferencia entre ambos acontecimientos consistía en que la Fiesta taurina iba rodeada de alegría, mientras que las hogueras sembraban el terror. Así, si aquel que triunfaba ante el toro cometía la hazaña después de pedir la protección divina, se hacía la vista gorda. No sorprende que, avaladas por el poder secular y espiritual, las fiestas taurinas calaran hondo en las tierras de Castilla, tanto en la nobleza como en las capas populares. Cada cual a su manera, todas las clases se involucraron, de forma más o menos interesada, pero siempre con pasión. Yendo hacia el toro bajo el riesgo de perder la vida, hasta el más humilde podía reivindicar una mejor condición y elevarse en la sociedad. Con este mismo furor sagrado, el pueblo de Castilla y León se lanzó a la Reconquista tras sus Reyes. Por la gloria de Dios y en provecho propio.
Milagrosamente, en estas tierras de la vieja Castilla, sigue existiendo la misma capacidad de superación y se pone en escena de igual manera: enfrentándose al toro, de forma más o menos ordenada, cada pueblo reivindica su propia tradición y su pasado glorioso. Porque, cuando se habla de la raza de Castilla, también hay que referirse a los hombres que poblaron la región, la defendieron y la conquistaron. En estos territorios cargados de historia, han sabido conservar los valores guerreros de una sociedad rural donde las palabras valor, esfuerzo, fuerza, hombría y sacrificio siguen teniendo sentido. Entre otras muchas razones, esto explica que, en la Vieja Castilla, la Tierra de Campos y los Campos Góticos, subsistan algunas tradiciones ancladas en un pasado remoto, a través de las cuales el pueblo reivindica su identidad profunda. Para aquellos que sólo conocen España en esta fase terminal de su evolución -donde vemos el cuerpo de la Nación destruido, cacho a cacho, por un cáncer social que se nutre de la irresponsabilidad, el buenismo, la demagogia y el egoísmo, individual o colectivo-, estas tradiciones taurinas se antojan cavernícolas. Y las quieren prohibir porque representan un espejo cruel ante su propia decadencia y debilidad.
En parte, esto explica que, cuando la Fiesta taurina evolucionó de la lucha hacia el juego, las razas más duras desaparecieron. La de Castilla en primer lugar, indicando que era la más temida por los toreros, que tomaron el poder. De aquellos torneos y fiestas, quedan algunas manifestaciones atípicas, como los encierros en el campo que, al igual que en Ciudad Rodrigo (ver opus 26), en Portillo, Cuéllar y Medina del Campo tienen una particular relevancia. En Tordesillas subsiste el testimonio más puro de lo que fue la fiesta taurina en la Edad Media: un Torneo organizado en la vega, durante el cual, a pie o a caballo, el pueblo se enfrenta al toro para demostrar su valía. En nombre de un falso progresismo, muchos son los que pretenden prohibirlo. Pero el pueblo soberano -aunque a veces esto suena a cuento chino-, hace piña para preservar su tradición. Como también defiende sus costumbres el Gobierno de Castilla y León, que ha protegido su fiesta más querida, tras entender que se trataba de una de las últimas señas de identidad de la región. En la era de la globalización, que pone en peligro todo aquello que disgusta al pensamiento único, esta lucha resulta digna de admiración. En la vega de Tordesillas, más allá del torneo, se defiende la libertad cultural de todas las minorías en contra de un supuesto progresismo, disfraz de un nuevo totalitarismo.

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