lunes, 28 de junio de 2010
ESPLÁ - padre e hijo.
Dos hombres y un sueño. Luis Francisco da la alternativa en la vida y en la arena a su hijo Alejandro
Alejandro se hizo matador hace hoy una semana. A sus 27 años, recibía en Castellón la alternativa de manos de su padre, Luis Francisco Esplá (Alicante, 1958), una de las figuras más respetadas de las últimas décadas. Pasaban de mano generaciones, saberes y compromisos presentes, y dolores, glorias y sangres futuras: todo lo que de bueno y malo lleva en los pitones el mundo del toro. Alejandro escuchó 35 palabras que no olvidará en su vida: «Lo que tiene inercia es difícil de parar. Lo que tiene estabilidad es difícil de tumbar y lo que tiene calidad y verdad es un argumento eterno. El secreto está en empujar y hacer fuerza». El padre, el hijo y Morante escenificaban un rito iniciático. Los dos primeros cruzaban sus trayectorias en el universo limitado del ruedo.
Hay padres e hijos unidos por la pesca o la afición al fútbol; ellos dos compartieron durante una hora el insigne título de matador de toros en activo. Completaban un ciclo de vida en menos de lo que dura un partido de tenis: el grande hizo hombre al pequeño y, un rato después, el pequeño le cortó la coleta al grande. A los que no tienen una tostadora por corazón se les hizo la garganta un nudo.
Fuera de la plaza, no todo es tan fácil. «Desde hace días estoy revisando qué he hecho mal para que me salga un hijo torero. Nunca hemos hablado de toros, ni hay nada relacionado con los toros en casa. No entiendo», bromea Luis Francisco Esplá antes de que llegue Alejandro a una entrevista en la cafetería de un hotel de Talavera.
-Y su madre, ¿qué dice?
-Su madre se quiere cortar las venas. Lo ha pasado muy mal conmigo, pero a mí me eligió así, y a él, no.
Carmen Tarruella fue la primera en enterarse de que Alejandro quería seguir el camino del triunfo que recorrió su padre, también el viacrucis de los quirófanos y las palizas. A Esplá ni se lo dijo. «No me atrevía a contárselo, así que le comenté que quería torear unas vacas, sólo para aprender...», salta Alejandro, que acaba de llegar. Con su madre, recuerda, fue diferente. Mira al suelo, sonríe y menea la cabeza. «Así que me fui para ella y le dije: 'Quiero ser torero y no quiero cumplir los 40 sin intentarlo'. Todavía no acaba de creérselo».
-Es que de pequeño tenía un miedo atroz. Si se ponía delante de una vaca, salía corriendo, blanco, como un cohete, y daba con el pecho en el burladero, como si fuera un conejo.
Estudios en EE UU y Facebook
Hoy no hay rastro de aquel niño. Es más alto que la media, apuesto y anda como un torero. Estudió en EE UU, hizo la carrera de Publicidad en España, maneja un iPhone y una cuenta de Facebook. Podría ser un joven cualquiera. Pero no. Es novillero y tiene un padre que nunca le consolará así se deje un toro vivo en Las Ventas. «Fíjate si es duro que le llamo 'El Tío de la Vara'», bromea.
¿Cómo de duro? Mucho. Arnedo, 2008. Un novillo empitonó a Alejandro y le atravesó el muslo. Descontrol, tragedia, susto... Su padre saltó a buscarlo y lo levantó del suelo como un guiñapo. «Tuve que luchar contra mi instinto, que era agarrarlo en brazos y llevarlo lo antes posible ante el médico; pero vi que no sangraba y...». Acercó su boca al oído y le animó a la manera en que se animan los toreros locos: «Vete a la cara del toro, cabrón...».
-Y yo me fui hacia allí. Estaba en una situación difícil y ese comentario, que puede parecer cruel, me sirvió de mucho. Cambió mi estado de ánimo, me sobrepuso.
A muchos les parecerá un gesto atroz, pero en la enfermería, con el torero sobre la camilla, con un revuelo de manos explorando aquella primera herida de guerra, padre e hijo se miraron, sonrieron y soltaron una carcajada. «Los médicos fliparon». Se había consolidado en ellos un vínculo indestructible, mezcla de reto y cariño, que aflora en esta entrevista. «Es terrible. A ojos de cualquiera sería un hijo de puta, pero trato de ser más duro que el público que se va a encontrar. En un principio, tendría que encubrir sus carencias, paliar sus necesidades... Pero debo ser yo el verdugo. Quizás sea esto una suerte de maltrato».
En esa enseñanza, Luis Francisco sabe que ahora le toca «alejarse». Acudirá a la plaza a verlo «poco» y pagándose su entrada «como siempre». Habla desde la sombra, en la distancia: en una hora y media de entrevista no ha pronunciado una sola vez las palabras «mi hijo». Es «Alejandro». A secas.
Cortan esta atmósfera cariñosa tiros dialécticos, humorísticos, frases cómplices con las que se entienden. «Un día estaba yo andando muy despacito ante una vaca y me soltó. 'Mira qué bonito... como una geisha'. Cada vez que lo hago, ya me corrijo a mí mismo en la plaza: '¡Leches, si estoy haciendo la geisha!'», hace autocrítica Alejandro. Del burladero de las plazas de tientas al centro del ruedo circulan más mensajes en clave: «Ese molinete lo has pegado como Pozi», véase muy arrugado, encorvado, o «eres una recolectora de pasas», cuando pierde los trastos y los tiene que recoger del suelo. Hay frases que no se olvidan. «De pequeño, mi padre me dijo que me daba 20.000 pelas si me rapaba el pelo. Me las dio, pero me puse a llorar porque estaba fatal. No valió la pena, así que me dijo: '¡Por dinero no te fíes ni de tu padre'!»
Ríen, se miran y pasan la vida juntos. Han sufrido meses entrenando antes de la tarde mágica del pasado domingo. «No hace falta ni que nos digamos nada. Con la mirada nos entendemos», dice Alejandro. Están compenetrados, pero ¿lo saben todo el uno del otro o aún quedan preguntas por hacer? Se callan. Rompe el silencio el chorro de vapor de la máquina de café. Dispara el hijo:
-¿Merece esto la pena?
-El espectáculo del toro siempre da menos de lo que tú das -responde el padre-. En ese trueque de artistas, el toro nunca te va a corresponder. Tienes que ser altruista, no esperes justicia. En otras disciplinas como la pintura, a partir de los años y si lo haces bien, hay una sobrevaloración de tu obra. Aquí no. Cuando te das cuenta, estás en tu casa y no puedes vivir de esa renta y entonces, lo que hiciste ese día no sirve para nada. Viene la época de los homenajes, que agradeces, pero que no te sirven artísticamente. Son un prestigio de consolación. Merece la pena si consigues alcanzar ciertas cosas. Pero no es automático: mejores toreros que yo no han obtenido compensación moral por lo que han hecho. (Silencio de nuevo).
-Vaya, te veo nostálgico como un hombre de 80 años...
-¿Y tú qué narices buscas en esto?
-No sé... Probablemente la admiración que has conseguido tú, tu equilibrio interior y realización personal.
Tal vez hayan buscado lo mismo, pero no son la misma persona. El mayor pone banderillas; el pequeño, no; Luis Francisco lidia con la montera calada; Alejandro, no. Los dos llevan las vueltas de la muleta azules, eso sí. No hay muchos más elementos en común. El maestro define el antagonismo entre los estilos. «Yo soy de José -Gómez Ortega, 'Joselito'- y éste es de Juan -Belmonte-», los dos polos opuestos de la edad de oro del toreo a principios del siglo XX.
-¿Cómo se lo explica a los que no son aficionados?
-Yo soy la vena clásica del toreo en mi estética y en los conceptos que aplico, mientras que Alejandro es heterodoxo. A mí me preocupa más el concepto, él está más centrado en la estética. Lo importante es buscar la honradez, no recurrir a la fórmula que vende, pues supone tarde o temprano un deterioro estético. Además, este mata muy mal.
-Eso lo he heredado de ti, mira...
«Te falta plomo»
Cada uno a su manera, los dos son matadores de toros y como tales conviven con el monstruo del temor, la sombra de la tragedia que les hace quedar callados, bajar los ojos y arquear las cejas. El padre lo conoce bien. Ha estado varias veces a punto de irse al otro barrio en los pitones de un toro, la última en Ceret (Francia), en el 2007, y ahora da charlas sobre la gestión del miedo a altos ejecutivos. «Están totalmente bloqueados», admite. Les explica los tres tipos de miedo básicos: el instinto de conservación que llevamos dentro todos los animales, los temores que no tienen lógica y el peor de todos, «el miedo a tener miedo».
Luego vienen las pesadillas, que Luis Francisco sufría en la soledad de la habitación del hotel por «el plomo» de las corridas duras que termina «envenenando» al torero. «Soñaba que estaba en la plaza y que toreaba un toro invisible que, sin embargo, podía ver el público. Percibía el riesgo, pero no sabía dónde estaba y tenía que lidiar imaginándomelo».
-Yo sueño que me felicitan por un triunfo al salir de la plaza y yo no lo recuerdo -confiesa Alejandro-.
-Aún te falta plomo...
Despierto, el maestro no teme al toro, sí a la suerte: «El riesgo físico de Alejandro no me preocupa tanto porque con una lesión se puede vivir. Lo malo es este espectáculo, que es un atentado a la felicidad de la persona, una máquina trituradora de ilusiones, un generador de juguetes rotos y horizontes perdidos. No te das cuenta y te ha robado el mes de abril de Sabina, que es la felicidad, y eso no tiene cura».
-¿Y el peso del apellido?
-La cuestión del apellido Esplá me toca las narices -responde Luis Francisco-.
Alejandro sonríe con la barbilla en el pecho. «Éste no se me va a subir a la chepa», le reta El Tío de la Vara. Palmada en la espalda. y un abrazo. Son, ante todo, padre e hijo.
nortecastilla.es.
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