jueves, 31 de mayo de 2012

«El mundo de los toros es como una droga, roza la obsesión»

 
Cuando Iván Fandiño soltó aquello de «mamá, quiero ser torero» en su casa vizcaína de Orduña, la estupefacción dejó paso al desaire ante la chiquillería osada del niño. Lo suyo hubiera sido que fuera pelotari, oficio en el que despuntó antes de entender que lo que le palpitaba en las venas era vestir traje de luces. El origen pesa, reconoce, aunque más en los inicios. Tenía 14 años cuando supo cuál era su destino; 18 cuando se vistió por primera vez de torero y 24 cuando tomó la alternativa de rosa y oro. Pero ha sido con la treintena apenas estrenada cuando ha saboreado las mieles del triunfo rotundo y el reconocimiento de las aficiones más exigentes. «Me costó mucho trabajo sacar la cabeza adelante y luchar por un sueño que en aquel momento se veía como una locura», explica el torero. «Hasta el año pasado no triunfé fuerte como para estar en todas las ferias, y la cornada de Málaga me hizo perder 19 corridas».
El recuerdo mudo del percance es una cicatriz de 25 centímetros trazada en su pierna derecha, desde el tobillo hasta la rodilla. La otra pierna, la izquierda, la mantiene con la rodilla en alto mientras se recupera de un esguince cosechado en su última faena. «Son pequeñas medallas que te depara el destino. Si un torero quiere, no le pegan ninguna cornada, puedes matar una corrida sin sentir ni la respiración de un toro. Pero al final tú sabes donde tienes una raya infranqueable, ya sea para llegar al éxito o para quedarte y no ser nadie».
Fandiño sale cada tarde a la plaza a jugarse la vida, pero no le gusta anunciar lo que considera un deber y una obligación, un acuerdo tácito entre el toro, la afición y él mismo. «A veces la gente no me comprende, pero me llena más ponerme un vestido de torear y saber que puedo morir esa tarde que cualquier cosa en la vida», explica, y le faltan palabras para definir lo que le da una tarde de gloria. La afición que ha ido cosechando tarde a tarde valora sobre todo su arrojo cuando asalta la plaza. «Cuando salgo me arriesgo, me atengo a lo que he elegido porque, aunque me pueda ir la vida en ello, siento que sin ello también se me iría la vida».
Lado izquierdo
La voz se convierte en susurro cuando el torero relata la liturgia previa al duelo con los astados, esos momentos íntimos en los que la mente se concentra en la faena perfecta y el hombre pasa a convertirse en diestro. Una metamorfosis que sucede en las entrañas de la plaza, donde vela armas la magia y los rituales previos a sentir la arena bajo los pies. Cuando Fandiño llega a este momento, no se encomienda a ningún santo. De hecho, la única capilla que pisa es la de la plaza de Las Ventas, «por tradición, más que devoción». El diestro reconoce que toda ayuda puede ser necesaria aunque a la postre. «Confío más en mi esfuerzo y en mi sacrificio que en la suerte que me puedan dar creencias que vengan de fuera». No es supersticioso, aunque tiene una manía. Todos los días se levanta con el pie izquierdo, comienza a vestirse con el pie izquierdo, tanto de torero como de calle y siempre entra en una plaza con el pie izquierdo.
Su siguiente paso antes de asaltar el ruedo es el patio de cuadrillas, donde busca la soledad en su rincón, situado en la parte izquierda, «donde poca gente viene a molestar y donde, momentos antes de salir a la plaza, te reencuentras con todas las ilusiones que traes puestas en esa tarde». Son momentos en los que se le pasan «cien mil faenas por la cabeza, no te puedes imaginar a la velocidad que puede ir la mente en esos momentos». Ya en la plaza, con un solo barrido a los tendidos es capaz de ubicar a todas las personas que conoce, una «energía» que le evita pensar en las miradas que tiene puestas encima cada tarde y que dictan sentencia. «Así como al inicio en aquella esquina buscas la soledad, cuando recibes la ovación y el triunfo no te cambias por nadie, son momentos que no se pueden describir». Después, la alegría y las tensiones se van soltando y se desata la adrenalina contenida a lo largo de la tarde.
La vuelta al ruedo, con el símbolo del triunfo en la mano, resume la dicotomía que rodea al mundo del toreo, salpicado de conceptos y sentimentos contradictorios, vida y muerte, éxito y fracaso, afición y rechazo. En el rostro de Fandiño se dibuja siempre un halo de alegría, pero también de tristeza, el anhelo de la espera. «Cuando termina la corrida entiendes que tienes que esperar a que llegue otro día para repetir esa misma faena y seguir creciendo, porque no te puedes conformar con el triunfo de un solo día»
 

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