Cuando Iván Fandiño soltó aquello de «mamá, quiero ser
torero» en su casa vizcaína de Orduña, la estupefacción dejó paso al
desaire ante la chiquillería osada del niño. Lo suyo hubiera sido que
fuera pelotari, oficio en el que despuntó antes de entender que lo que
le palpitaba en las venas era vestir traje de luces. El origen pesa,
reconoce, aunque más en los inicios. Tenía 14 años cuando supo cuál era
su destino; 18 cuando se vistió por primera vez de torero y 24 cuando
tomó la alternativa de rosa y oro. Pero ha sido con la treintena apenas
estrenada cuando ha saboreado las mieles del triunfo rotundo y el
reconocimiento de las aficiones más exigentes. «Me costó mucho trabajo
sacar la cabeza adelante y luchar por un sueño que en aquel momento se
veía como una locura», explica el torero. «Hasta el año pasado no
triunfé fuerte como para estar en todas las ferias, y la cornada de
Málaga me hizo perder 19 corridas».
El recuerdo mudo del percance es una cicatriz de 25
centímetros trazada en su pierna derecha, desde el tobillo hasta la
rodilla. La otra pierna, la izquierda, la mantiene con la rodilla en
alto mientras se recupera de un esguince cosechado en su última faena.
«Son pequeñas medallas que te depara el destino. Si un torero quiere, no
le pegan ninguna cornada, puedes matar una corrida sin sentir ni la
respiración de un toro. Pero al final tú sabes donde tienes una raya
infranqueable, ya sea para llegar al éxito o para quedarte y no ser
nadie».
Fandiño sale cada tarde a la plaza a jugarse la vida,
pero no le gusta anunciar lo que considera un deber y una obligación, un
acuerdo tácito entre el toro, la afición y él mismo. «A veces la gente
no me comprende, pero me llena más ponerme un vestido de torear y saber
que puedo morir esa tarde que cualquier cosa en la vida», explica, y le
faltan palabras para definir lo que le da una tarde de gloria. La
afición que ha ido cosechando tarde a tarde valora sobre todo su arrojo
cuando asalta la plaza. «Cuando salgo me arriesgo, me atengo a lo que he
elegido porque, aunque me pueda ir la vida en ello, siento que sin ello
también se me iría la vida».
Lado izquierdo
La voz se convierte en susurro cuando el torero relata la
liturgia previa al duelo con los astados, esos momentos íntimos en los
que la mente se concentra en la faena perfecta y el hombre pasa a
convertirse en diestro. Una metamorfosis que sucede en las entrañas de
la plaza, donde vela armas la magia y los rituales previos a sentir la
arena bajo los pies. Cuando Fandiño llega a este momento, no se
encomienda a ningún santo. De hecho, la única capilla que pisa es la de
la plaza de Las Ventas, «por tradición, más que devoción». El diestro
reconoce que toda ayuda puede ser necesaria aunque a la postre. «Confío
más en mi esfuerzo y en mi sacrificio que en la suerte que me puedan dar
creencias que vengan de fuera». No es supersticioso, aunque tiene una
manía. Todos los días se levanta con el pie izquierdo, comienza a
vestirse con el pie izquierdo, tanto de torero como de calle y siempre
entra en una plaza con el pie izquierdo.
Su siguiente paso antes de asaltar el ruedo es el patio
de cuadrillas, donde busca la soledad en su rincón, situado en la parte
izquierda, «donde poca gente viene a molestar y donde, momentos antes de
salir a la plaza, te reencuentras con todas las ilusiones que traes
puestas en esa tarde». Son momentos en los que se le pasan «cien mil
faenas por la cabeza, no te puedes imaginar a la velocidad que puede ir
la mente en esos momentos». Ya en la plaza, con un solo barrido a los
tendidos es capaz de ubicar a todas las personas que conoce, una
«energía» que le evita pensar en las miradas que tiene puestas encima
cada tarde y que dictan sentencia. «Así como al inicio en aquella
esquina buscas la soledad, cuando recibes la ovación y el triunfo no te
cambias por nadie, son momentos que no se pueden describir». Después, la
alegría y las tensiones se van soltando y se desata la adrenalina
contenida a lo largo de la tarde.
La vuelta al ruedo, con el símbolo del triunfo en la
mano, resume la dicotomía que rodea al mundo del toreo, salpicado de
conceptos y sentimentos contradictorios, vida y muerte, éxito y fracaso,
afición y rechazo. En el rostro de Fandiño se dibuja siempre un halo de
alegría, pero también de tristeza, el anhelo de la espera. «Cuando
termina la corrida entiendes que tienes que esperar a que llegue otro
día para repetir esa misma faena y seguir creciendo, porque no te puedes
conformar con el triunfo de un solo día»
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