En Cali falleció Bertha Trujillo, quien fuera una de las primeras matadoras en el mundo. Se casó con Marcos Gómez Molina, El Colombiano, también torero, quien le dio apoyo y sus primeros consejos en la tauromaquia.
Bertha Trujillo, Morenita del Quindío, abrazó una profesión de hombres: decidió ser torera y a ello dedicó su vida. Nació en Armenia el 13 de noviembre de 1928 y dos años antes de recibir un beso de felicitación por cumplir sus quince años ya había sido abrazada por sus amigos para saludarla por su matrimonio con el torero Marcos Gómez Molina, El Colombiano, de quien recibiría el apoyo y los primeros consejos para caminar por el aparatoso mundo de los toros.
Su vida bien podría inspirar un guión cinematográfico o un libro en el que la tragedia, el amor, la aventura, el misterio y la pasión fueran los componentes permanentes. Lo primero que Morenita tuvo que capotear fue la pobreza y el machismo reinante en aquella época en la que si una mujer quería ser matadora de toros debía hablar, caminar, pensar, torear y vestirse como hombre. Luego de plantarle cara a las dificultades económicas y el rechazo social se puso delante de toros cebúes y criollos, por primera vez en la vereda El Caimo, hasta hacerlo con bureles de pura casta. Más de 2.700 toros pasaportó la hija del Quindío, 24 de ellos en apenas cuatro tardes.
Ocho cicatrices dejaron las astas de los toros en su cuerpo, ella muchas en el corazón de cientos de hombres que admiraron su valentía y sus expresivos ojos negros, su amplia sonrisa, su pelo negro y su menuda pero no por eso menos atractiva figura. Su afición y talento la llevaron por el mundo taurino. Después de hacer el paseíllo por varias plazas de la provincia colombiana, se atrevió y logró pisar la arena en México en donde tomó su alternativa, también actuó en Perú, en Estados Unidos y en España, país en el que debutó el 15 de mayo de 1975, concretamente en San Sebastián de los Reyes, para torear junto a Manolo Ortiz y José Ortega Cano, dos de los pocos diestros que no se negaron a anunciarse en un cartel junto a la cuyabra.
Hace 20 años le pidió ayuda a Gustavo Moreno Jaramillo para que en el plaza de toros El Bosque de Armenia, su patria chica, se llevara a cabo una corrida con la que se despediría del mundo de los toros. La corrida se hizo, y de la emoción, lloró hasta “el Diablo”, amigo y compañero de la infancia y servidor incondicional de Moreno Jaramillo, el empresario y señor de los toros en Armenia. Morenita del Quindío se despidió de los ruedos pero no se fue del mundo de los toros.
Ya retirada de la profesión y sin el traje de luces encontró refugio en la ciudad de Cali. Allí pudo transmitir sus conocimientos, que no fueron pocos, a los alumnos de la Escuela Taurina de la capital vallecaucana. 83 años tenía la Morena cuando la parca tocó su vida.
Hasta en la última corrida del ciclo grande en la Cañaveralejo ocupó su sitio en el palco de callejón. Ahí la vimos, emocionándose con las buenas faenas, enamorándose hasta los huesos de los toros bravos, recibiendo el cariño de la gente y el respeto de los profesionales de la fiesta. Siempre con sus grandes gafas de sol, un sombrero de ala ancha, apurando un cigarro, con su negro pelo recogido y perfectamente rematado en esa coleta que caracteriza a los toreros, las uñas de las manos bien maquilladas, la blusa de seda estampada con flores, el pantalón negro y unos tenis de color blanco.
¿Qué hubo paisano? ¿Qué hay por la tierra?, eran las dos frases de saludo que tenía siempre Morenita con este servidor cada año cuando nos encontrábamos en Cali para vivir la feria taurina. Luego venía un beso, un abrazo y la charla de rigor, por supuesto sobre toros y toreros. Tuve la fortuna de estar sentado en la sala de su casa, que es un museo, conociendo intimidades de su años juveniles, de su trasegar por el encastado mundo taurino.
De Morenita del Quindío se cuentan muchas historias, algunas mito. Pero lo único que no tiene discusión fue su gesta torera, su fuerza para abrir la puerta de las plazas de Colombia, México, Perú, y España y de paso el camino para las mujeres que quisieron imitar su obra. Tampoco tiene discusión alguna el gran conocimiento que tenía sobre el toreo; su gusto por la cocina ibérica y el vino; su franqueza al mirar, hablar y actuar y por supuesto el amor por su Quindío, el que llevó en su corazón, en su nombre y en sus conversaciones.
Por: Ernesto Acero Martínez
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